JUAN
FILLOY
UN ESCRITOR DE NUESTRO TIEMPO…
Producción
de Latitud Periódico
4
de octubre del 2016
LOOR
A LA PASIÓN DE LEER *
Para leer un libro o un texto cualquiera de occidente, la mirada
sigue, de izquierda a derecha, la línea horizontal de
los renglones. El impulso inicial destrógeno se mantiene
invariable con la vista hasta llegar el punto final. De esto
se deduce que, al concluir la lectura de una novela de 300 páginas
con 40 líneas en cada una de ellas, el lector ha movido
12.000 veces levemente la cabeza. Es dable imaginarse entonces
toda la movilidad que el mundo greco-latino y cristiano ha gastado
para instruirse desde hace dos mil seiscientos años.
Y por extensión, cuánta energía sutil ha
acopiado el espíritu del hombre mediante ese movimiento
pendular ya automatizado a través de los siglos.
Infortunadamente, esa mecánica visual que provoca la
lectura está perdiendo unanimidad.
Desde hace unas pocas décadas, la televisión no
sólo ha usurpado los coeficientes didácticos de
la lectura sino también obligado al espectador a asumir
una postura estática. En efecto, frente al receptor,
el ser humano fija la cabeza y mira. Mira imperturbablemente
y nada más, pues el aparato le da todo hecho y masticado.
El individuo ya no es persona. Ya no coopera dialogando con
el autor de un texto escrito, sino admitiendo lo que resuelve
un tándem de equipos. Vale decir que el goce del relato
o cuento que le ofrecen por ese medio ya no deleita, por ser
puramente sensorial.
La
mecánica de la lectura siempre tuvo trascendencia espiritual,
porque insta a razonar e
imaginar. Difiere totalmente del confort y la plenitud de la
TV. El lector que se concentra en el texto que lee, no pierde
la ilación y complacencia que disfruta. En cambio, el
telespectador que acepta pasivamente lo que le brinda la pantalla,
se deja estar, se adecua al tedio que produce y, desplomada
su personalidad, se hunde en la modorra. No se reputen baladíes
estas premisas. La humanidad occidental ha consagrado milenariamente
ese movimiento destrógeno de la lectura. Y merced a ello,
nosotros hemos adquirido otras virtudes esenciales: saber dudar
y decir no, pendulando la cabeza. Consta apodícticamente
que toda repetición enseña y genera hábitos.
Debido a ello, por ejemplo, la lectura entre los japoneses,
al operarse de arriba para debajo de sus caracteres ideográficos,
es lógico también que haya creado en su pueblo
otra virtud esencial: su venerable devoción por la reverencia.
El
libro en crisis
Es
impactante y ubicuo el avance de la era electrógena.
Su realidad nadie la discute ni a ella nada se opone. La galaxia
Guttenberg palmariamente declina ante su fuerza innovadora.
Chirrían las prensas que otrora lubrificaron el éxito
de la imprenta. El publish or perish de antes es hoy necrología
pura. Se publica cada vez menos y se propaga cada vez más.
A la informática no le interesa el hombre sino la sociedad
de consumo. La crisis del libro implica la crisis de la lectura.
Las bibliotecas sucumben en el hastío de sus salas desiertas.
El eclipse total del arte pictórico y la música
melódica vaticinan la bancarrota de la filosofía.
Se ha trastornado la razón y el equilibrio. Ya no hay
humildad ni renunciamiento. Las hordas tecnológicas compiten
sin esfuerzo y arrasan con gusto los bastiones religiosos y
los últimos reductos laicos.
En la coyuntura que se vive, resulta penoso comprobar que en
vez de mermar se acrecienta el desbarajuste actual. Queda ahí
para constancia. Porque las discordias solamente se aplacan
con fuego, y para que sea síndrome de la revolución
que embaraza al siglo XXI. La gente del planeta ya no se perfecciona;
sólo se capacita para lograr algo útil para su
provecho. Ha renunciado a priori a toda solidaridad. ¡Caput
el ensueño, la quimera y el ideal! Por eso, son resentidos
o ilusos los que leyendo se comprimen cavilando el destino general
de la especie. La lectura ha perdido su función clásica
y pronto será un vicio secreto. Ya no es colirio para
la soledad ni consuelo para retraídos. ¡Oh, la
hojarasca de anuncios, avisos, reclamos, panfletos que enturbia
el aire!
El
alfabeto de la naturaleza
Cuando
monto los anteojos sobre la nariz, ya no tomo como antes diarios
y revistas para
cabalgar en la actualidad. No merece las angustias que irroga.
Está cada vez más profusa y convulsa. Ya no tiene
los escarceos amables de antaño. Es puro corcovo bellaco
de gritos, protestas y cimbronazos sociales. Sí, todo
parece la furiosa estampida de la realidad desbocada.
Pienso en el campo entonces: Porque la pampa es un libro abierto,
yo, hombre terrígeno, he amado siempre sus páginas
innumerables, feraces de sol, lujosas de estrellas. Y sus dilatadas
lontananzas: ya verdes, como tapices de los sembradíos
incipientes; ya doradas, como las que convierte el linar en
lagos apacibles.
Porque siempre preferí la extensión plana a la
anfractuosidad y el apeñuscamiento, he podido leer en
el renglón de los surcos el único evangelio de
amor que existe: el del trabajo. Por eso, con imponentes mayúsculas
de álamo, cipreses y eucaliptos, sigo leyendo los códices
que narran, no epopeyas de sangre, sino las aventuras copiosas
de sudor del hombre. Porque me gusta tenderme en los vastos
solárium que instala el girasol en la planicie, sé
muy bien que cada planta es una letra en el alfabeto de la naturaleza
y cada ración un poema de luz que nutre a la humanidad.
Y bien, desmontando los lentes de mi nariz, desmonto también
de un alivio inefable. Vuelve el fragor. Se crispan las circunstancias
y las contingencias. Y quedo perplejo. Le lectura ya está
maldita. La muchedumbre la execra. Y líderes astutos,
merced a las añagazas de la informática, están
amasando una civilización progresivamente iletrada.
Progreso
sin cultura
Desde
el papiro al off set, resistiendo todavía, la letra impresa
constituye uno de los pocos baluartes activos de la sociedad.
Pero su dogma ya no es invulnerable. Se la acosa de todos lados.
Existen elementos negativos que vedan nutrir la sabiduría
y pulir la sensibilidad.
Prohíben pensar, renegando de la lectura como perdedero
de tiempo y seminario de infamias.
Es
gente sin fervor por la lectura, que odia hasta cuando el ciego
lee con la yema de los dedos textos traducidos por el punzón
de Braille.
Si existieran estadísticas prolijas de la vida intelectual
de la Argentina, se podría establecer sin conjeturar
que el setenta por ciento de sus habitantes no leen un libro
por año. Son veintidós millones de personas que
se atosigan de cualquier modo con videos y casetes, menos leyendo.
El vacío mental que ello implica es pavoroso. Tal vez
alguien, leyendo estas evidencias
redarguya con las bullentes alharacas anuales de la Feria del
Libro. No confundir happenings de editores bolsillos-llenos
con el marasmo y la falta de apetencia de nuestro pueblo.
La decepción y el descreimiento están generalizando
en todos los horizontes del planeta. El orden jurídico
traquetea, se desvencija y desaparece en naciones viejas y nuevas.
La igualdad es una piña y la justicia un escarnio. Violencia
motu proprio para suplir a ésta y corrupción doquiera
para polucionar el derecho, están tornando huraño
el rostro de la humanidad.
Jánicamente, una mitad se inscribe en la esperanza del
siglo próximo, mientras la otra postula el desafío.
Lo cierto es que será un siglo revuelto y crápula.
Un siglo-artimaña de progreso sin cultura que sistematizarán
los que posean el poder.
• Publicado en sección Cultura, de La Voz del Interior
el 21 de febrero de 1991.
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