¨Es la educación primaria la que civiliza y desenvuelve la moral de los pueblos. Son las escuelas la base de la civilización¨.

Domingo Faustino Sarmiento

Lunes 25 Junio, 2018 17:31

 

COLUMNAS DE OPINIÓN MARÍA DEL CARMEN VERDÚ

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El hombre es el más misterioso y el más desconcertante de los objetos descubiertos por la ciencia.

Ángel Ganivet

 

El hombre actual ha nacido o bien para vivir entre las convulsiones de la inquietud, o bien en el letargo del aburrimiento.

Voltaire

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CASO ARRUGA: ESTA VEZ, A LA TORTURA LE TUVIERON QUE DECIR TORTURA

Por María del Carmen Verdú *

17 de mayo del 2015

El hombre contemporáneo tiende a creer que el potro, el empalamiento, las mutilaciones, la lapidación, los tormentos del fuego o del agua, o los más modernos “clásicos” de la tortura, como el submarino, el “pata-pata”, la picana o el apaleamiento, son barbaridades que la modernidad ha desterrado, y que sólo por excepción reaparecen en regímenes autoritarios y brutales.

Los defensores de la democracia moderna se refugian en la literalidad de los tratados internacionales, las constituciones y las leyes internas para sostener que la humanidad ha evolucionado, volviéndose “más humana”, si cabe la expresión, y celebran que, en el “mundo libre”, se ha erradicado, o por lo menos anatemizado como ilegal, el uso de tormentos. Destacan el desarrollo, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, de los distintos sistemas internacionales y regionales humanitarios, y el compromiso creciente de los estados democráticos con la defensa de las libertades individuales, las garantías procesales y los derechos humanos, expresados en esos “estándares” universales que tanto los desvelan. Sólo quedarían fuera de esa democrática modernidad los estados totalitarios o los regímenes fundamentalistas, y, por supuesto, los “excesos” cometidos contra la propia legalidad en países con insuficientes mecanismos de control de sus funcionarios.

Esas ideas entran en crisis cuando salen a la luz episodios que prueban el uso sistemático de la tortura en todo el mundo, y sobre todo, cuando esto ocurre en los autodenominados “paraísos” de la libertad y la igualdad. Sus defensores, entonces, deben recurrir a teorías cada vez más complejas y retorcidas para explicar los métodos de interrogatorio de la CIA, el tratamiento aplicado a los presos en Guantánamo o en Abu Ghraib. No importa dónde busquemos, no hay estado democrático que no combine el formal repudio a la tortura con su uso sistemático oficial, en forma más o menos clandestina. De tanto en tanto se hace visible la contradicción, como cuando el presidente estadounidense George W. Bush vetó la ley del congreso que pretendía prohibir el uso del “waterboarding” -nuestro muy conocido “submarino húmedo”- como método de interrogatorio de prisioneros sospechosos de terrorismo, o cuando el tribunal supremo del estado de Israel, presentado por EEUU como el “único refugio de la democracia en medio oriente”, legaliza el uso de la tortura (el “sacudimiento”[1]) para interrogar palestinos.

El análisis de la realidad en un territorio y un momento histórico concreto -en nuestro caso, la Argentina hoy- demuestra que la única diferencia tangible que existe entre los tiempos en que la tortura era un método universalmente válido y legal para interrogar o castigar prisioneros, y nuestros días, es la invisibilidad, potenciada precisamente por la enorme distancia que existe entre la textualidad normativa y la práctica real. Una distancia que no es, por cierto, fruto del insuficiente desarrollo de los mecanismos democráticos de control, sino que resulta de la necesidad del sistema, que requiere tanto la norma que prohíbe formalmente la tortura, como su práctica cotidiana, en una “clandestinidad” que es plena luz del día para quien abra los ojos, y quiera ver.

Ayer, el Tribunal Criminal nº 3 de La Matanza condenó a diez años de prisión, por el delito de aplicación de tormentos agravado, al policía bonaerense Julio Diego Torales, uno de los que torturó a Luciano Arruga (16) en la cocina del Destacamento de Lomas del Mirador el 22 de septiembre de 2008. Cuatro meses después, el adolescente fue nuevamente detenido y permaneció desaparecido hasta que se localizó su cuerpo el año pasado, enterrado como NN en el cementerio de la Chacarita por orden judicial. En el juicio no se juzgó la detención ilegal ni hubo otros policías ni funcionarios políticos acusados.

En esta sentencia, la definición del hecho como “tormentos agravados” se aparta de la jurisprudencia de la Corte Suprema en la materia, que sostiene que “en democracia no se puede hablar de torturas”, doctrina legal establecida en el caso del comisario René Jesús Derecho, que se expresó claramente en el dictamen del procurador general del momento, Esteban Righi: “De cualquier manera, aun cuando se tuviera comprobada la existencia de una práctica semejante, difícilmente fuera correcto que se tratara de una política del Estado argentino, ni de un grupo no gubernamental que ejerce un dominio cuasi estatal (es decir, cumpliendo los roles de un Estado pero no siendo reconocido internacionalmente como tal) en un territorio. De haberse comprobado su existencia, ciertamente, se trataría de un caso de corrupción de miembros de la institución policial, pero la responsabilidad de esos hechos no podría ser trasladada sin más al Estado como si se tratara de su política. En efecto, el Estado argentino no persigue, desde la instalación de la democracia en 1983, ni directamente ni por medio de una tolerancia omisiva, ningún plan específico fundado en las razones espurias que dan lugar a los crímenes de lesa humanidad”.

Por eso, la condena al policía Torales tiene un elemento fuertemente positivo, ya que, en lugar de recurrir a figuras menores, como apremios, vejaciones o severidades, que desdibujan la tortura y eluden decir la palabra que caracteriza el crimen de estado por excelencia, esta vez los jueces condenaron por lo que ocurrió: la imposición de tormentos, en una dependencia policial, a un niño de 16 años.

La gran movilización popular que acompañó el juicio, y la indiscutible vinculación del hecho investigado con la posterior desaparición de Luciano, empujaron para lo que sin dudas es un triunfo popular, aunque quede el sabor amargo de que sólo un policía enfrentara el juicio y fuera condenado. Es tan imposible apalear un niño en la cocina de una comisaría sin el conocimiento y aval de todo el personal y su cúpula, como lo es el uso sistemático de la tortura sin la bendición de los funcionarios políticos que dirigen las fuerzas de seguridad. Tampoco se juzgó ni condenó a nadie por la detención arbitraria de que fue víctima Luciano en esa oportunidad, ilegal en su origen, porque carecía de causa, e ilegal en la permanencia de un chico de 16 años en una dependencia policial por 10 horas, sin siquiera comunicarlo al juez competente de turno.

Y queda, especialmente, la necesidad de profundizar la organización y la lucha, en unidad de acción, para enfrentar con más fuerza todavía la represión en todas sus formas.

* María del Carmen Verdú (militante de CORREPI y de Izquierda Revolucionaria).


[1] El “sacudimiento” consiste en zarandear a los detenidos con una violencia extrema. Amnistía Internacional ha registrado por lo menos un caso en el que la víctima falleció como consecuencia de su aplicación. Otro métodos con cobertura legal en Israel son la privación del sueño durante varios días; obligar a permanecer en posturas dolorosas; escuchar incesantemente una música chirriante; la reclusión en celdas del tamaño de un armario y la exposición al frío o al calor. Estas prácticas, consideradas “fuerza física moderada” por el Tribunal Superior del Estado, fueron explícitamente autorizadas para ser aplicadas contra sospechosos en 1996 y 1998.

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