CASO
ARRUGA: ESTA VEZ, A LA TORTURA LE TUVIERON QUE DECIR TORTURA
Por
María del Carmen Verdú *
17
de mayo del 2015
El
hombre contemporáneo tiende a creer que el potro, el
empalamiento, las mutilaciones, la lapidación, los tormentos
del fuego o del agua, o los más modernos “clásicos”
de la tortura, como el submarino, el “pata-pata”,
la picana o el apaleamiento, son barbaridades que la modernidad
ha desterrado, y que sólo por excepción reaparecen
en regímenes autoritarios y brutales.
Los
defensores de la democracia moderna se refugian en la literalidad
de los tratados internacionales, las constituciones y las leyes
internas para sostener que la humanidad ha evolucionado, volviéndose
“más humana”, si cabe la expresión,
y celebran que, en el “mundo libre”, se
ha erradicado, o por lo menos anatemizado como ilegal, el uso
de tormentos. Destacan el desarrollo, especialmente a partir
de la segunda mitad del siglo XX, de los distintos sistemas
internacionales y regionales humanitarios, y el compromiso creciente
de los estados democráticos con la defensa de las libertades
individuales, las garantías procesales y los derechos
humanos, expresados en esos “estándares”
universales que tanto los desvelan. Sólo quedarían
fuera de esa democrática modernidad los estados totalitarios
o los regímenes fundamentalistas, y, por supuesto, los
“excesos” cometidos contra la propia legalidad en
países con insuficientes mecanismos de control de sus
funcionarios.
Esas
ideas entran en crisis cuando salen a la luz episodios que prueban
el uso sistemático de la tortura en todo el mundo, y
sobre todo, cuando esto ocurre en los autodenominados “paraísos”
de la libertad y la igualdad. Sus defensores, entonces, deben
recurrir a teorías cada vez más complejas y retorcidas
para explicar los métodos de interrogatorio de la CIA,
el tratamiento aplicado a los presos en Guantánamo o
en Abu Ghraib. No importa dónde busquemos, no hay estado
democrático que no combine el formal repudio a la tortura
con su uso sistemático oficial, en forma más o
menos clandestina. De tanto en tanto se hace visible la contradicción,
como cuando el presidente estadounidense George W. Bush vetó
la ley del congreso que pretendía prohibir el uso del
“waterboarding” -nuestro muy conocido “submarino
húmedo”- como método de interrogatorio
de prisioneros sospechosos de terrorismo, o cuando el tribunal
supremo del estado de Israel, presentado por EEUU como el “único
refugio de la democracia en medio oriente”, legaliza el
uso de la tortura (el “sacudimiento”[1]) para interrogar
palestinos.
El
análisis de la realidad en un territorio y un momento
histórico concreto -en nuestro caso, la Argentina hoy-
demuestra que la única diferencia tangible que existe
entre los tiempos en que la tortura era un método universalmente
válido y legal para interrogar o castigar prisioneros,
y nuestros días, es la invisibilidad, potenciada precisamente
por la enorme distancia que existe entre la textualidad normativa
y la práctica real. Una distancia que no es, por cierto,
fruto del insuficiente desarrollo de los mecanismos democráticos
de control, sino que resulta de la necesidad del sistema, que
requiere tanto la norma que prohíbe formalmente la tortura,
como su práctica cotidiana, en una “clandestinidad”
que es plena luz del día para quien abra los ojos, y
quiera ver.
Ayer,
el Tribunal Criminal nº 3 de La Matanza condenó
a diez años de prisión, por el delito de aplicación
de tormentos agravado, al policía bonaerense Julio Diego
Torales, uno de los que torturó a Luciano Arruga (16)
en la cocina del Destacamento de Lomas del Mirador el 22 de
septiembre de 2008. Cuatro meses después, el adolescente
fue nuevamente detenido y permaneció desaparecido hasta
que se localizó su cuerpo el año pasado, enterrado
como NN en el cementerio de la Chacarita por orden judicial.
En el juicio no se juzgó la detención ilegal ni
hubo otros policías ni funcionarios políticos
acusados.
En
esta sentencia, la definición del hecho como “tormentos
agravados” se aparta de la jurisprudencia de la Corte
Suprema en la materia, que sostiene que “en democracia
no se puede hablar de torturas”, doctrina legal establecida
en el caso del comisario René Jesús Derecho, que
se expresó claramente en el dictamen del procurador general
del momento, Esteban Righi: “De cualquier manera,
aun cuando se tuviera comprobada la existencia de una práctica
semejante, difícilmente fuera correcto que se tratara
de una política del Estado argentino, ni de un grupo
no gubernamental que ejerce un dominio cuasi estatal (es decir,
cumpliendo los roles de un Estado pero no siendo reconocido
internacionalmente como tal) en un territorio. De haberse comprobado
su existencia, ciertamente, se trataría de un caso de
corrupción de miembros de la institución policial,
pero la responsabilidad de esos hechos no podría ser
trasladada sin más al Estado como si se tratara de su
política. En efecto, el Estado argentino no persigue,
desde la instalación de la democracia en 1983, ni directamente
ni por medio de una tolerancia omisiva, ningún plan específico
fundado en las razones espurias que dan lugar a los crímenes
de lesa humanidad”.
Por
eso, la condena al policía Torales tiene un elemento
fuertemente positivo, ya que, en lugar de recurrir a figuras
menores, como apremios, vejaciones o severidades, que desdibujan
la tortura y eluden decir la palabra que caracteriza el crimen
de estado por excelencia, esta vez los jueces condenaron por
lo que ocurrió: la imposición de tormentos, en
una dependencia policial, a un niño de 16 años.
La
gran movilización popular que acompañó
el juicio, y la indiscutible vinculación del hecho investigado
con la posterior desaparición de Luciano, empujaron para
lo que sin dudas es un triunfo popular, aunque quede el sabor
amargo de que sólo un policía enfrentara el juicio
y fuera condenado. Es tan imposible apalear un niño en
la cocina de una comisaría sin el conocimiento y aval
de todo el personal y su cúpula, como lo es el uso sistemático
de la tortura sin la bendición de los funcionarios políticos
que dirigen las fuerzas de seguridad. Tampoco se juzgó
ni condenó a nadie por la detención arbitraria
de que fue víctima Luciano en esa oportunidad, ilegal
en su origen, porque carecía de causa, e ilegal en la
permanencia de un chico de 16 años en una dependencia
policial por 10 horas, sin siquiera comunicarlo al juez competente
de turno.
Y
queda, especialmente, la necesidad de profundizar la organización
y la lucha, en unidad de acción, para enfrentar con más
fuerza todavía la represión en todas sus formas.
* María del Carmen Verdú (militante de CORREPI
y de Izquierda Revolucionaria).
[1] El “sacudimiento” consiste en zarandear a los
detenidos con una violencia extrema. Amnistía Internacional
ha registrado por lo menos un caso en el que la víctima
falleció como consecuencia de su aplicación. Otro
métodos con cobertura legal en Israel son la privación
del sueño durante varios días; obligar a permanecer
en posturas dolorosas; escuchar incesantemente una música
chirriante; la reclusión en celdas del tamaño
de un armario y la exposición al frío o al calor.
Estas prácticas, consideradas “fuerza física
moderada” por el Tribunal Superior del Estado, fueron
explícitamente autorizadas para ser aplicadas contra
sospechosos en 1996 y 1998.
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