HORACIO
QUIROGA
31
DE DICIEMBRE DE 1878 – 19 DE FEBRERO DE 1937
CUENTOS
Por la Producción de Latitud Periódico
24
de agosto del 2016
CUENTOS
DE AMOR LOCURA Y MUERTE |
Su
luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical
y tímida, el carácter duro de su marido heló
sus soñadas niñerías de novia. Ella lo
quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento
cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva
mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía
una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin
darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado
en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad
en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta
ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en que vivían influía
un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso
-frisos, columnas y estatuas de mármol- producía
una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro,
el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño
en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible
frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban
eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado
su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia
pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños,
y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer
pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque
de influenza que se arrastró insidiosamente días
y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él.
Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán,
con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia
rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos
al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego
los sollozos fueron retardándose, y aún quedó
largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra.
Fue ese el último día que Alicia
estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma
atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la
puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada...
Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor.
Hubo consulta. Constátese una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos,
pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el
dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio.
Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia
dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía
su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer
cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego
a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos,
no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del
respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices
y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán!
-clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar
la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio,
y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió,
miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después
de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó.
Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas,
hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos,
que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente.
Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin
saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose
de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato
en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado
su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló
Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio
de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre
en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida,
en síncope casi. Parecía que únicamente
de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada
en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer
día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran
la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón.
Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que
se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por
la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos
días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio
y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía
más que el delirio monótono que salía de
la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta,
que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán
en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre.
Jordán se acercó rápidamente
Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia,
se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta
después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida
lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán
sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con
la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta,
sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente.
Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán
cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos.
Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente
y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba
la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había
caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible.
La remoción diaria del almohadón había
impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días,
en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos
en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Tengo
en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y a consecuencia de profundas lecturas de Julio
Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir
a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí
vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto
es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente
de llevar escopetas ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque
estaba allí, con su libertad como fuente de dicha y sus
peligros como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por
quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía,
no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores
-iniciados también en Julio Verne- sabían andar
aún en dos pies y recordaban el habla.
La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso
más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos
dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones
a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel
Benincasa el orgullo de sus stromboot.
Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría
pública, sintió fulminante deseo de conocer la
vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues
antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón
y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En
consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té
con leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita
e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero
que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera
de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía
en componía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso
honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa.
Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje,
con sus famosos stromboot.
Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias
botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el
paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba
mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios
contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora
tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado.
-¿Adónde vas ahora? -le había preguntado
sorprendido.
-Al monte; quiero recorrerlo un poco -repuso Benincasa, que
acababa de colgarse el winchester al hombro.
-¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada,
si quieres… O mejor deja esa arma y mañana te haré
acompañar por un peón.
Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta
la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un
paso adentro, y quedó quieto. Metiose las manos en los
bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña,
silbando débilmente aires truncos. Después de
observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó
bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada
central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió
profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo.
Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche -aunque de un carácter
un poco singular.
Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado
por su padrino.
-¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer
vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado
por la luz de los tres faroles de viento que se movían
de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban
el piso.
-¿Qué hay, qué hay? -preguntó echándose
al suelo.
-Nada… Cuidado con los pies… La corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas
a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras,
brillantes y marchan velozmente en ríos más o
menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando
todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes,
sapos, víboras y a cuanto ser no puede resistirles. No
hay animal, por grande y fuerte que sea, que no haya de ellas.
Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta
de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo
donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan,
los bueyes mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque
de ser roídos en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen
en un lugar uno, dos, hasta cinco días, según
su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo,
se van.
No resisten, sin embargo, a la creolina o droga similar; y como
en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet
quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida
de una mordedura.
-¡Pican muy fuerte, realmente! -dijo sorprendido, levantando
la cabeza hacia su padrino.
Este, para quien la observación no tenía ya ningún
valor, no respondió, felicitándose, en cambio,
de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó
el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas
tropicales.
Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete,
pues había concluido por comprender que tal utensilio
le sería en el monte mucho más útil que
el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto,
mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse
la cara y cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale
la impresión -exacta por lo demás- de un escenario
visto de día. De la bullente vida tropical no hay a esa
hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro,
ni un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido
le llamó la atención. A diez metros de él,
en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del
agujero. Se acercó con cautela y vio en el fondo de la
abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un
huevo.
-Esto es miel -se dijo el contador público con íntima
gula-. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel…
Pero entre él -Benincasa- y las bolsitas estaban las
abejas. Después de un momento de descanso, pensó
en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte
quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente
la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran
en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida,
y oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía
aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica
abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las bolsitas de
cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso
contacto de las abejas, se sentó en un raigón.
De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes
estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia,
que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente
a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo.
Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y por igual motivo,
tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas
qué perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que cinco bolsitas le serían
útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido
el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa,
tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido
medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces
la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta
la lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro
de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara
la suspensión, y mucho más que repasara los globos
exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la sostenida posición de la cabeza en alto
lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los
ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte
crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas
por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el
vaivén del paisaje.
-Qué curioso mareo… -pensó el contador.
Y lo peor es…
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto
obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo
de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente
hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban.
-¡Es muy raro, muy raro, muy raro! -se repitió
estúpidamente Benincasa, sin escudriñar, sin embargo,
el motivo de esa rareza. Como si tuviera hormigas… La
corrección -concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en seco,
de espanto.
-¡Debe ser la miel!… ¡Es venenosa!…
¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó
el cabello de terror; no había podido ni aun moverse.
Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían
hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí,
miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió
todo medio de defensa.
-¡Voy a morir ahora!… ¡De aquí a un
rato voy a morir!… ¡No puedo mover la mano!…
En su pánico constató, sin embargo, que no tenía
fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones
conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma.
-¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y
no me van a encontrar!…
Pero una visible somnolencia comenzaba a apoderarse de él,
dejándole íntegras sus facultades, a lo por que
el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el
suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente.
Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la corrección,
y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia
la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo…
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último
espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido,
en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño
aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río
de hormigas negras. Alrededor de él la corrección
devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió,
por bajo del calzoncillo, el río de hormigas carnívoras
que subían.
Su padrino halló por fin, dos días después,
y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto
de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún
por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades
narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores
con igual carácter abundan en el trópico, y ya
el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos
su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus que
creyó sentir Benincasa.
FUENTES: varias y propias.
Caracteres:
17.390