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ARGENTINOS
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO: MI DEFENSA
Producción
periodística de Latitud Periódico
21
de septiembre del 2016
El
escritor, docente, presidente Domingo Faustino Sarmiento escribió
'Mi defensa' en 1843, en Chile, durante el período que
pasó encarcelado a causa de un enfrentamiento con el
clero y ciertas influyentes personalidades del país trasandino.
Se trata de un texto autobiográfico, en el que el sanjuanino
cuenta los hechos de su vida hasta entonces, y, sobre todo,
se defiende de sus detractores.
MI
DEFENSA
EL MILITAR Y EL HOMBRE DE PARTIDO
Era
comerciante el año 28, y demasiado joven todavía,
no me interesaba el movimiento de los partidos, cuya existencia
ignoraba. Tomás Paine y la Revolución de los Estados
Unidos , que cayeron en manos por ese entonces, me hicieron
ocuparme de los principios constitutivos de los gobiernos, y
de los derechos de los gobernados; pero todo esto era teóricamente
y sin aplicación ninguna a mi país. No obstante
mi resistencia fui hecho alférez de milicias, y a la
segunda guardia que monté, dirigí al gobierno
un oficio pidiendo mi exoneración de aquel servicio,
con cumplimientos tales que me llevaron redondo a un calabozo
y sirvieron de cuerpo de delito a una causa criminal. Luego
me hicieron conocer que había cometido una indiscreción;
pero yo sostuve mi posición sin mengua, y el gobierno
tuvo que abandonar la causa, porque el partido liberal que le
hacía una terrible oposición, halló en
este asunto un arma para atacarlo. Entonces quise profundizar
la fisonomía política de los acontecimientos,
me informé de las tendencias y objeto de los partidos,
y no me fue difícil escoger el que me convenía.
Veía en uno a los viejos retrógrados, a los antiguos
godos, y a los gauchos ignorantes; en otro a los jóvenes,
a los antipatriotas y a los que abogaban por la libertad. Nada
más necesitaba, fui unitario desde entonces. Dos años
después el partido a que yo pertenecía se apoderó
del gobierno, aprovechándose de una sublevación
de las tropas, y toda la juventud decente voló a las
armas; yo el primero.
Aquí
principia mi carrera política y militar, las persecuciones,
las campañas, los destierros, las emigraciones. Nutrido
de las ideas dominantes en los libros que había leído;
preocupado con la suerte de la libertad, que la historia de
Roma y de Grecia me había hecho querer, sin comprender
bien los medios de realizar este bello ideal, me lancé
en las luchas de los partidos con entusiasmo y abnegación;
habiendo sacrificado toda mi vida de adulto a esta grande empresa.
Para probar a don Domingo S. Godoy que a la edad de 15 años
yo no era tan despreciable en mi país, recordaré
que fui nombrado ayudante del general de nuestras fuerzas, y
que después ocupé el mismo destino en Mendoza
al servicio del general Alvarado; que allí, durante la
campaña que terminó con el terrible desastre del
Pilar, me honró con una distinción muy especial
el señor Salinas, que había sido ministro de Bolívar.
El señor don Nicolás Vega, residente en Copiapó,
y el señor don Pedro León Zoloaga, actualmente
establecido en San Fernando, podrán decir cuál
fue mi comportación en todas partes y la decisión
que manifesté siempre. Durante las vicisitudes de la
guerra, siempre me mantuve en el servicio militar, y jamás
quise admitir empleo en la lista civil, como se interesaban
muchos, no obstante que, en los campamentos, no había
más sueldo que la ración y los sufrimientos, y
en las oficinas holganza, honorario y comodidades. Durante la
administración de don Jerónimo Rosas, secretario
actualmente del intendente de San Fernando, se tiró el
decreto de mi nombramiento de oficial segundo de la secretaría
de gobierno, que rehusé aceptar, porque mis ideas sobre
los servicios a la patria y a la libertad eran tan sublimadas
y quijotescas que creía deshonroso estarme en una oficina,
cuando había que hacer la guerra para hacer triunfar
nuestros principios políticos.
El
año 30 ocurrió un acontecimiento en mi país,
que ha suministrado a Godoy el medio de hacerme aparecer en
Chile como un asesino. El pobre hombre no ha hallado otra arma
más poderosa para estarme hiriendo durante dos años,
hasta estamparlo en la prensa con todo cinismo y el descaro
que da el habito inveterado de herir las reputaciones ajenas
impunemente; el hábito de la maledicencia, engendrado
por la envidia de los que, como él, conocen su propia
nulidad, y necesitan deprimir el mérito que reconocen
en otros, para mantenerse en el lugar usurpado que ocupan en
la sociedad.
Las
provincias del interior estaban en profunda tranquilidad. El
general Paz ocupaba a Córdoba, un congreso de agentes
se había reunido para preparar los medios de llevar la
guerra a Buenos Aires.
Yo
me hallaba en San Juan licenciado del ejército, y el
coronel Abarracín, residente hoy en Aconcagua, me había
mandado orden de incorporarme al regimiento de coraceros a que
pertenecía. Estaba sirviendo en comisión en un
escuadrón de milicias que se hallaba de guarnición
cuando el suceso. El 4 de noviembre estalló una revolución
encabezada por el negro Panta, famoso bandido que estaba sentenciado
a muerte y preso en la cárcel. Otro bandido que se hallaba
en el cuartel de cabo de guardia, llamado Leal, estaba en la
conjuración, y tres más de afuera. La revolución
se ejecutó con una audacia inaudita; sorprendieron la
guardia, hirieron al sargento y dos oficiales, mataron a un
joven militar de las primeras familias de San Juan, le abrieron
la cabeza al comandante del cuerpo, y en seguida procedieron
a aprehender a los vecinos ricos y a saquear. La revolución
no tenía objeto político ninguno; el plan de los
forajidos era arrancar una gruesa suma de pesos, fusilar a varios
vecinos, poner en libertad dos reos de estado, y fugarse con
la presa a Chile. Tan sin carácter político era
la revolución, que ningún federal se comprometió
en ella, y uno que otro, que vino a la plaza en la noche, se
alejó con horror al instruirse del objeto y miras de
los conjurados. Al día siguiente fue sofocada por un
rasgo de heroicidad poco común. Un coronel de ejército
que se hallaba allí, con cuatro oficiales de milicias
y tres soldados, se vino sobre el cuartel a las siete de la
mañana, se apoderó de él, y en seguida
se fue a la plaza donde lo aguardaban los principales de los
sublevados en número de 60 formados en batalla. El coronel
Rojo, con su diminuta banda atravesó la plaza y avanzó
hacia ellos sin salir del trote y sin hablar una sola palabra,
sufriendo una granizada de balas, hasta que llegó a la
línea, que no pudo mantenerse por el desconcierto que
introdujo en las filas esta invasión silenciosa de siete
hombres. Todos echaron a huir, y la persecución continuó
largo rato después. A los tiros acudieron los que no
habían sido presos y en la cárcel empezaron a
quitar las prisiones a más de veinte oficiales que estaban
destinados a ser víctimas del furor de los bandidos.
Todos acudieron al cuartel, donde se encontraron con los cadáveres
de sus amigos y compañeros sacrificados esa noche, y
los que habían sobrevivido, heridos y mutilados; una
oreja de un joven estaba en el zaguán y los charcos de
sangre por todas partes. La tropa del escuadrón, sublevado
por el cabo Leal, estaba formada allí; y una partida
trajo a cuatro miserables de los que fueron tomados por las
calles. La chusma y el pueblo gaucho nos era hostil; siempre
había que recelar de las masas. ¿Quién
se sorprenderá de que hubiese uno que diese orden de
ejecutar inmediatamente, al frente de la tropa, a los cuatro
primeros aprehendidos con las armas en la mano? ¿Quién
extrañará que jóvenes ardientes e irreflexivos
que acababan de escapar a la muerte, después de haber
sufrido todo género de vejaciones, y con el espectáculo
de los cadáveres sangrientos de sus amigos sacrificados,
se abandonaran al furor que estos actos inspiran y quisiesen
anticipar la venganza de la ley? ¿Quién llamará
asesinos a los militares que sofocaban una revolución
de carros , porque aquella no tenía otro carácter?
¿Quién, en fin, sin injusticia dará el
nombre de asesinato a actos cometidos en medio de la exaltación
ardiente de una larga y prolongada lucha de partidos?
Y
luego con mi carácter ardiente, impetuoso, mi sangre
y mi razón de diecinueve años ¿qué
se imaginan que haría yo entonces? ¿Se cree que
tendría suficiente cachaza para pasar por sobre el cadáver
de un amigo íntimo, el malogrado Carmen Gutiérrez,
con quien había estado la noche antes, sin vengar yo
mismo su muerte? ¡Pues bien! ¡pues bien!..., nada
de eso hice, no por falta de voluntad, sino porque llegué
tarde y cuando el gobierno había mandado suspender las
ejecuciones. Cuando supe la revolución en la noche, di
a mi padre mi caballo para que se salvase, y yo me acogí
a casa de un amigo federal, don Ignacio Flores, compañero
de negocios de don Vicente Lima, amigo de don Domingo S. Godoy,
mi calumniador, de quien puede saber la verdad de este asunto.
Al otro día vino mi asistente a avisarme que la revolución
estaba ya sofocada, ¡habiendo sido él uno de los
siete! Llegué al cuartel en los momentos mismos en que
se ejecutaba a los cuatro aprehendidos, y muy luego llegaron
el coronel Rojo, don Domingo Castro y Calvo, don Nicolás
Vega y otros que traían la orden de suspensión
dada por el gobierno.
Pero
la Providencia ha querido que para confundir a este cuitado,
a este ridículo necio, de cada hecho que cite, tenga
yo en Chile los testigos presenciales. ¡Ah!, si alguna
vez mi espíritu ha sentido con gratitud la presencia
de un dios protector de la virtud desamparada, es en este solemne
momento en que se decide ante la opinión pública
el gran proceso que la ha agitado por tantos días.
El
oficial que mandó ejecutar a los cuatro hombres que fueron
ajusticiados en el cuartel, se halla en Santiago, es hoy ciudadano
chileno, casado y afincado aquí; se llama don Vicente
Morales, era mayor de plaza. Otro joven no menos distinguido
por su moralidad y buenas costumbres, estaba de oficial de guardia.
Ahora, pues, sin reconocer como criminales los actos de aquel
día, juro ante Dios y los hombres que yo no derramé
una gota de sangre, y esto por motivos ajenos de mi voluntad.
Don
Vicente Morales ha estado tres años en San Juan después
de aquel acontecimiento y cuando gobernaban los federales; ni
los tribunales, ni el gobierno, ni el público, le han
pedido cuenta de aquella acción. Yo he estado desde el
año 36 al 40 bajo las mismas circunstancias y con los
mismos resultados. Si aún queda duda sobre el carácter
puramente de vandalaje de aquella revolución, todavía
hay más pruebas que lo confirmen. Veamos si no. Uno de
los Pablo Herreras fue ajusticiado en Mendoza el año
39 por salteo, robo de tiendas y asesinatos y como jefe de cuadrilla
de bandoleros; Leal, el año 39 ó 40 en San Juan,
fue aprehendido por el gobernador en persona, después
de una larga persecución y ajusticiado como jefe de cuadrilla
de salteadores y por haber hecho ocho muertes; el negro Panta
en La Rioja, ajusticiado el año 39, después de
estar largo tiempo su cabeza a talla, por horrorosos salteos
de caminos; otro Pablo el año 33, por Yanzón,
por iguales causas; y el Pablo que sobrevivía fue indultado
el año 40, para ir de espía a La Rioja, después
de haber sido sentenciado a muerte tres veces.
Este
ha sido el desdichado fin de los cinco que encabezaron la revolución
del 4 de noviembre, cuyo carácter y pormenores ha ocultado
cuidadosamente Godoy, para presentarme a mí como un individuo
que, sin más ni más, había ido a cebarse
en presos de la cárcel, por saciar qué sé
yo qué propensión a derramar sangre.
He
aquí el famoso asesinato que me atribuye el tontarrón
de Godoy; he aquí la lima sorda con que ha estado royendo
mi reputación durante dos años, con una constancia
de presidiario, con el encono de un furibundo. El día
que no ha hallado a quien decirle, sin más comentarios,
sin más atenuación, que soy un asesino, no ha
dormido sosegado, porque no ha llenado bien su día, porque
no ha podido destilar una gota de veneno.
A
más de cien individuos lo ha repetido con un empeño
de ser creído, que parecía que le iba en ello
su propio honor. Lo ha repetido públicamente cien veces
don Joaquín Tocornal, hijo, apoyándose en el testimonio
de Godoy, y éste ha llevado su depravación hasta
darse por testigo presencial del hecho, y cuando ha sido desmentido
en público por el que verdaderamente fue testigo, ha
dicho que este último estaba loco entonces, y por fin
ha ofrecido probarme el crimen de que tan gratuitamente me acusa.
Pero esto lo prometía antes de saber que yo le he hecho
formar causa criminal apoyada en la información de los
que lo han oído, en diversas ocasiones, proferirse contra
mí con las calumnias más odiosas que pueda dictar
un alma carcomida por la envidia, la rabia y la nulidad.
Veremos
lo que prueba, veremos lo que le valen todos los improperios
con que me ha cubierto por la prensa, veremos si cumple su juramento
de perderme, veremos, en fin, si me vuelve a nombrar en su vida
el zonzo chismoso.
He
abrazado con el calor y el fanatismo de una religión
los principios políticos que han sucumbido hoy en mi
patria; todo lo he pospuesto, reposo, familia, cuidados de fortuna,
todo. En quince años de mi vida de adulto, sólo
he estado cuatro en la casa paterna; los restantes los he pasado
en el destierro, en los campamentos, en la emigración,
en los ejércitos. En mi juventud hubiera deseado que
los que han trabajado por establecer el despotismo y hacer desaparecer
toda forma constitucional, hubiesen tenido una sola cabeza para
segársela de un golpe; y he tenido la satisfacción
de que Facundo Quiroga jurase a mi madre matarme dondequiera
que me encontrase. Pero sea fortuna, sea disposición
de la Providencia, nunca he tenido ocasión de echar sobre
mis hombros la responsabilidad de ningún acto personal
de los muchos que son frecuentes, necesarios y justificados
en medio de las revoluciones. No tengo que reprocharme un solo
acto de venganza, ni una sola acción que pueda mancillarme.
El año 1836 volví a mi patria arrancado de Copiapó
por las órdenes, más bien que instancias de mis
paisanos, que temían que perdiese la razón a efectos
de una afección cerebral que me atacaba. ¡Mis padecimientos
morales eran muchos y prolongados! En mi país fui recibido
con distinción por Benavides, gobernador, y por todos
mis enemigos políticos. Conservamos largo tiempo una
amistad que no turbaba mi severidad de principios, que nunca
oculté y de que hacía alarde.
Los
primeros dos años me ocupé, en cuanto a cosas
públicas, ayudado de otros amigos, en formar reuniones
de teatro, máscaras, etc. Don Domingo Godoy dirá
si no era ese hombre despreciable el que dirigía y realizaba
todas estas cosas, venciendo todo género de dificultades
y teniendo en continuo movimiento a la sociedad. Recordaré
un dicho muy espiritual de un músico. Pasaba por el cuartel
un pariente mío y lo detuvo para hacerle esta pregunta:
"¿Dígame, señor, estamos mañana
a las órdenes de don Domingo Sarmiento? -¿Qué
es eso? -Es, señor, que hace dos meses que a cada rato
viene la orden del gobierno, la música estará
mañana a las órdenes de don Domingo Sarmiento".
Cuando la revolución empezó a organizarse, los
jóvenes patriotas nos dejamos de máscaras y de
teatro, y empezamos a prepararnos para la lucha que iba a trabarse.
Yo fundé por ese entonces un colegio de señoras,
que sostuve contra todas las resistencias que las preocupaciones
y el orgullo de las familias oponían; fui nombrado por
el gobierno director de la imprenta del Estado, y fundé,
acompañado de otros amigos, un periódico a mi
manera; y sin hablar jamás de la política, a los
seis números tuvo el gobierno que hacerlo callar y ponerme
en la cárcel, porque vio que el gobierno de la provincia
se le escapaba de las manos, y la autoridad pasaba a las de
los redactores del Zonda , por la influencia sobre la opinión
pública.
Más
tarde sobrevinieron ya los peligros. Nuestra vida estaba amenazada,
y se tomó la resolución de emigrar. Yo decidí
a dar este paso al doctor Aberastain, que por patriotismo vacilaba.
Cuando él me preguntó: "¿Y usted?
-¿Yo?, ¡yo me quedo! -¿Y por qué?
-Por que no quiero darles a mis enemigos la satisfacción
de ver destruido, por mi ausencia, el colegio que tantos esfuerzos
nos cuesta; que destruyan ellos; y porque ustedes necesitan
tener en San Juan un corresponsal que tenga valor de correr
todos los riesgos, y no hay otro que pueda hacerlo como yo'".
Perdóneme el público que recuerde este hecho que
me envanece. Aberastain está en Copiapó. Yo fui
el único unitario, y el más comprometido, que
quedó en San Juan a hacer frente a la tormenta que no
tardó en descargar.
Recibía
chasques del campamento de Brizuela, enemigo del gobierno de
San Juan, trabajaba públicamente contra su política,
le creaba resistencias, le alejaba el apoyo de sus mismos amigos,
y de palabra y por escrito trataba de hacer cambiar de rumbo
al mismo gobernador. Un día estuvo en un pelo que no
reuniese a la Junta de representantes y al pueblo. En este estado
de cosas recibí avisos de que había en el gobierno
el proyecto de dar un golpe que aterrase a sus enemigos, y de
que la víctima destinada al sacrificio era yo.
Mis
amigos se interesaban en que me ocultase, pero no quise hacerlo.
El gobernador me mandó llamar con un edecán y
tuve la audacia de asistir, no obstante que sabía que
era para apoderarse de mi persona. A los diez días las
tropas se propusieron dar el golpe premeditado. Formaron en
la plaza en cuadro, en número de 1.000 hombres de todas
armas, y luego los oficiales, con las espadas desnudas, se dirigieron
a la prisión pidiendo a grandes voces mi cabeza. Sabía
que el gobierno no quería participar de la responsabilidad
del crimen intentado por la exaltación de los militares,
y me propuse comprometerlo ganando tiempo.
Salí al balcón de la cárcel, y resistiendo
a las órdenes de bajar que me daban aquellos furibundos,
sufriendo sin pestañear los golpes y sablazos del oficial
de guardia, gané algunos minutos hasta que me convencí
de que, los avisos de lo que sucedía en la plaza, habrían
llegado al gobierno, y no bajé sino cuando diez oficiales
subieron arriba e hicieron imposible toda resistencia. Cuando
llegué abajo, me aguardaba una mitad de tiradores encargados
de mi ejecución; tuve suficiente presencia de ánimo
para burlarme de todos, ganar todavía tiempo, escaparme
de entre las bayonetas y lanzas, hacer al fin llegar la suspirada
orden del gobierno, y salvar la vida.
Don
Domingo S. Godoy sabe lo demás como erudito en vidas
ajenas. ¡Este es el hombre despreciado de San Juan! ¡Este
es el hombre oscuro! Al día siguiente de este suceso,
estaba en marcha para Chile, desterrado, para salvarme del rencor
de mis enemigos que a despecho del gobierno habían jurado
mi muerte.
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