José Carlos Mariátegui (Perú)

José Carlos Mariátegui fue un comunicador y un literato peruano. Se lo considera uno de los más grandes teóricos del marxismo en America Latina.

José Martí (Cuba)

Su nombre completo era José Julián Martí Pérez, los cubanos lo llaman «El apóstol». Fue un destacado político, pensador, periodista, filósofo y poeta.

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DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO: MI DEFENSA

Producción periodística de Latitud Periódico

21 de septiembre del 2016

El escritor, docente, presidente Domingo Faustino Sarmiento escribió 'Mi defensa' en 1843, en Chile, durante el período que pasó encarcelado a causa de un enfrentamiento con el clero y ciertas influyentes personalidades del país trasandino. Se trata de un texto autobiográfico, en el que el sanjuanino cuenta los hechos de su vida hasta entonces, y, sobre todo, se defiende de sus detractores.

MI DEFENSA
EL MILITAR Y EL HOMBRE DE PARTIDO

Era comerciante el año 28, y demasiado joven todavía, no me interesaba el movimiento de los partidos, cuya existencia ignoraba. Tomás Paine y la Revolución de los Estados Unidos , que cayeron en manos por ese entonces, me hicieron ocuparme de los principios constitutivos de los gobiernos, y de los derechos de los gobernados; pero todo esto era teóricamente y sin aplicación ninguna a mi país. No obstante mi resistencia fui hecho alférez de milicias, y a la segunda guardia que monté, dirigí al gobierno un oficio pidiendo mi exoneración de aquel servicio, con cumplimientos tales que me llevaron redondo a un calabozo y sirvieron de cuerpo de delito a una causa criminal. Luego me hicieron conocer que había cometido una indiscreción; pero yo sostuve mi posición sin mengua, y el gobierno tuvo que abandonar la causa, porque el partido liberal que le hacía una terrible oposición, halló en este asunto un arma para atacarlo. Entonces quise profundizar la fisonomía política de los acontecimientos, me informé de las tendencias y objeto de los partidos, y no me fue difícil escoger el que me convenía. Veía en uno a los viejos retrógrados, a los antiguos godos, y a los gauchos ignorantes; en otro a los jóvenes, a los antipatriotas y a los que abogaban por la libertad. Nada más necesitaba, fui unitario desde entonces. Dos años después el partido a que yo pertenecía se apoderó del gobierno, aprovechándose de una sublevación de las tropas, y toda la juventud decente voló a las armas; yo el primero.

Aquí principia mi carrera política y militar, las persecuciones, las campañas, los destierros, las emigraciones. Nutrido de las ideas dominantes en los libros que había leído; preocupado con la suerte de la libertad, que la historia de Roma y de Grecia me había hecho querer, sin comprender bien los medios de realizar este bello ideal, me lancé en las luchas de los partidos con entusiasmo y abnegación; habiendo sacrificado toda mi vida de adulto a esta grande empresa. Para probar a don Domingo S. Godoy que a la edad de 15 años yo no era tan despreciable en mi país, recordaré que fui nombrado ayudante del general de nuestras fuerzas, y que después ocupé el mismo destino en Mendoza al servicio del general Alvarado; que allí, durante la campaña que terminó con el terrible desastre del Pilar, me honró con una distinción muy especial el señor Salinas, que había sido ministro de Bolívar. El señor don Nicolás Vega, residente en Copiapó, y el señor don Pedro León Zoloaga, actualmente establecido en San Fernando, podrán decir cuál fue mi comportación en todas partes y la decisión que manifesté siempre. Durante las vicisitudes de la guerra, siempre me mantuve en el servicio militar, y jamás quise admitir empleo en la lista civil, como se interesaban muchos, no obstante que, en los campamentos, no había más sueldo que la ración y los sufrimientos, y en las oficinas holganza, honorario y comodidades. Durante la administración de don Jerónimo Rosas, secretario actualmente del intendente de San Fernando, se tiró el decreto de mi nombramiento de oficial segundo de la secretaría de gobierno, que rehusé aceptar, porque mis ideas sobre los servicios a la patria y a la libertad eran tan sublimadas y quijotescas que creía deshonroso estarme en una oficina, cuando había que hacer la guerra para hacer triunfar nuestros principios políticos.

El año 30 ocurrió un acontecimiento en mi país, que ha suministrado a Godoy el medio de hacerme aparecer en Chile como un asesino. El pobre hombre no ha hallado otra arma más poderosa para estarme hiriendo durante dos años, hasta estamparlo en la prensa con todo cinismo y el descaro que da el habito inveterado de herir las reputaciones ajenas impunemente; el hábito de la maledicencia, engendrado por la envidia de los que, como él, conocen su propia nulidad, y necesitan deprimir el mérito que reconocen en otros, para mantenerse en el lugar usurpado que ocupan en la sociedad.

Las provincias del interior estaban en profunda tranquilidad. El general Paz ocupaba a Córdoba, un congreso de agentes se había reunido para preparar los medios de llevar la guerra a Buenos Aires.

Yo me hallaba en San Juan licenciado del ejército, y el coronel Abarracín, residente hoy en Aconcagua, me había mandado orden de incorporarme al regimiento de coraceros a que pertenecía. Estaba sirviendo en comisión en un escuadrón de milicias que se hallaba de guarnición cuando el suceso. El 4 de noviembre estalló una revolución encabezada por el negro Panta, famoso bandido que estaba sentenciado a muerte y preso en la cárcel. Otro bandido que se hallaba en el cuartel de cabo de guardia, llamado Leal, estaba en la conjuración, y tres más de afuera. La revolución se ejecutó con una audacia inaudita; sorprendieron la guardia, hirieron al sargento y dos oficiales, mataron a un joven militar de las primeras familias de San Juan, le abrieron la cabeza al comandante del cuerpo, y en seguida procedieron a aprehender a los vecinos ricos y a saquear. La revolución no tenía objeto político ninguno; el plan de los forajidos era arrancar una gruesa suma de pesos, fusilar a varios vecinos, poner en libertad dos reos de estado, y fugarse con la presa a Chile. Tan sin carácter político era la revolución, que ningún federal se comprometió en ella, y uno que otro, que vino a la plaza en la noche, se alejó con horror al instruirse del objeto y miras de los conjurados. Al día siguiente fue sofocada por un rasgo de heroicidad poco común. Un coronel de ejército que se hallaba allí, con cuatro oficiales de milicias y tres soldados, se vino sobre el cuartel a las siete de la mañana, se apoderó de él, y en seguida se fue a la plaza donde lo aguardaban los principales de los sublevados en número de 60 formados en batalla. El coronel Rojo, con su diminuta banda atravesó la plaza y avanzó hacia ellos sin salir del trote y sin hablar una sola palabra, sufriendo una granizada de balas, hasta que llegó a la línea, que no pudo mantenerse por el desconcierto que introdujo en las filas esta invasión silenciosa de siete hombres. Todos echaron a huir, y la persecución continuó largo rato después. A los tiros acudieron los que no habían sido presos y en la cárcel empezaron a quitar las prisiones a más de veinte oficiales que estaban destinados a ser víctimas del furor de los bandidos. Todos acudieron al cuartel, donde se encontraron con los cadáveres de sus amigos y compañeros sacrificados esa noche, y los que habían sobrevivido, heridos y mutilados; una oreja de un joven estaba en el zaguán y los charcos de sangre por todas partes. La tropa del escuadrón, sublevado por el cabo Leal, estaba formada allí; y una partida trajo a cuatro miserables de los que fueron tomados por las calles. La chusma y el pueblo gaucho nos era hostil; siempre había que recelar de las masas. ¿Quién se sorprenderá de que hubiese uno que diese orden de ejecutar inmediatamente, al frente de la tropa, a los cuatro primeros aprehendidos con las armas en la mano? ¿Quién extrañará que jóvenes ardientes e irreflexivos que acababan de escapar a la muerte, después de haber sufrido todo género de vejaciones, y con el espectáculo de los cadáveres sangrientos de sus amigos sacrificados, se abandonaran al furor que estos actos inspiran y quisiesen anticipar la venganza de la ley? ¿Quién llamará asesinos a los militares que sofocaban una revolución de carros , porque aquella no tenía otro carácter? ¿Quién, en fin, sin injusticia dará el nombre de asesinato a actos cometidos en medio de la exaltación ardiente de una larga y prolongada lucha de partidos?

Y luego con mi carácter ardiente, impetuoso, mi sangre y mi razón de diecinueve años ¿qué se imaginan que haría yo entonces? ¿Se cree que tendría suficiente cachaza para pasar por sobre el cadáver de un amigo íntimo, el malogrado Carmen Gutiérrez, con quien había estado la noche antes, sin vengar yo mismo su muerte? ¡Pues bien! ¡pues bien!..., nada de eso hice, no por falta de voluntad, sino porque llegué tarde y cuando el gobierno había mandado suspender las ejecuciones. Cuando supe la revolución en la noche, di a mi padre mi caballo para que se salvase, y yo me acogí a casa de un amigo federal, don Ignacio Flores, compañero de negocios de don Vicente Lima, amigo de don Domingo S. Godoy, mi calumniador, de quien puede saber la verdad de este asunto. Al otro día vino mi asistente a avisarme que la revolución estaba ya sofocada, ¡habiendo sido él uno de los siete! Llegué al cuartel en los momentos mismos en que se ejecutaba a los cuatro aprehendidos, y muy luego llegaron el coronel Rojo, don Domingo Castro y Calvo, don Nicolás Vega y otros que traían la orden de suspensión dada por el gobierno.

Pero la Providencia ha querido que para confundir a este cuitado, a este ridículo necio, de cada hecho que cite, tenga yo en Chile los testigos presenciales. ¡Ah!, si alguna vez mi espíritu ha sentido con gratitud la presencia de un dios protector de la virtud desamparada, es en este solemne momento en que se decide ante la opinión pública el gran proceso que la ha agitado por tantos días.

El oficial que mandó ejecutar a los cuatro hombres que fueron ajusticiados en el cuartel, se halla en Santiago, es hoy ciudadano chileno, casado y afincado aquí; se llama don Vicente Morales, era mayor de plaza. Otro joven no menos distinguido por su moralidad y buenas costumbres, estaba de oficial de guardia. Ahora, pues, sin reconocer como criminales los actos de aquel día, juro ante Dios y los hombres que yo no derramé una gota de sangre, y esto por motivos ajenos de mi voluntad.

Don Vicente Morales ha estado tres años en San Juan después de aquel acontecimiento y cuando gobernaban los federales; ni los tribunales, ni el gobierno, ni el público, le han pedido cuenta de aquella acción. Yo he estado desde el año 36 al 40 bajo las mismas circunstancias y con los mismos resultados. Si aún queda duda sobre el carácter puramente de vandalaje de aquella revolución, todavía hay más pruebas que lo confirmen. Veamos si no. Uno de los Pablo Herreras fue ajusticiado en Mendoza el año 39 por salteo, robo de tiendas y asesinatos y como jefe de cuadrilla de bandoleros; Leal, el año 39 ó 40 en San Juan, fue aprehendido por el gobernador en persona, después de una larga persecución y ajusticiado como jefe de cuadrilla de salteadores y por haber hecho ocho muertes; el negro Panta en La Rioja, ajusticiado el año 39, después de estar largo tiempo su cabeza a talla, por horrorosos salteos de caminos; otro Pablo el año 33, por Yanzón, por iguales causas; y el Pablo que sobrevivía fue indultado el año 40, para ir de espía a La Rioja, después de haber sido sentenciado a muerte tres veces.

Este ha sido el desdichado fin de los cinco que encabezaron la revolución del 4 de noviembre, cuyo carácter y pormenores ha ocultado cuidadosamente Godoy, para presentarme a mí como un individuo que, sin más ni más, había ido a cebarse en presos de la cárcel, por saciar qué sé yo qué propensión a derramar sangre.

He aquí el famoso asesinato que me atribuye el tontarrón de Godoy; he aquí la lima sorda con que ha estado royendo mi reputación durante dos años, con una constancia de presidiario, con el encono de un furibundo. El día que no ha hallado a quien decirle, sin más comentarios, sin más atenuación, que soy un asesino, no ha dormido sosegado, porque no ha llenado bien su día, porque no ha podido destilar una gota de veneno.

A más de cien individuos lo ha repetido con un empeño de ser creído, que parecía que le iba en ello su propio honor. Lo ha repetido públicamente cien veces don Joaquín Tocornal, hijo, apoyándose en el testimonio de Godoy, y éste ha llevado su depravación hasta darse por testigo presencial del hecho, y cuando ha sido desmentido en público por el que verdaderamente fue testigo, ha dicho que este último estaba loco entonces, y por fin ha ofrecido probarme el crimen de que tan gratuitamente me acusa. Pero esto lo prometía antes de saber que yo le he hecho formar causa criminal apoyada en la información de los que lo han oído, en diversas ocasiones, proferirse contra mí con las calumnias más odiosas que pueda dictar un alma carcomida por la envidia, la rabia y la nulidad.

Veremos lo que prueba, veremos lo que le valen todos los improperios con que me ha cubierto por la prensa, veremos si cumple su juramento de perderme, veremos, en fin, si me vuelve a nombrar en su vida el zonzo chismoso.

He abrazado con el calor y el fanatismo de una religión los principios políticos que han sucumbido hoy en mi patria; todo lo he pospuesto, reposo, familia, cuidados de fortuna, todo. En quince años de mi vida de adulto, sólo he estado cuatro en la casa paterna; los restantes los he pasado en el destierro, en los campamentos, en la emigración, en los ejércitos. En mi juventud hubiera deseado que los que han trabajado por establecer el despotismo y hacer desaparecer toda forma constitucional, hubiesen tenido una sola cabeza para segársela de un golpe; y he tenido la satisfacción de que Facundo Quiroga jurase a mi madre matarme dondequiera que me encontrase. Pero sea fortuna, sea disposición de la Providencia, nunca he tenido ocasión de echar sobre mis hombros la responsabilidad de ningún acto personal de los muchos que son frecuentes, necesarios y justificados en medio de las revoluciones. No tengo que reprocharme un solo acto de venganza, ni una sola acción que pueda mancillarme.
El año 1836 volví a mi patria arrancado de Copiapó por las órdenes, más bien que instancias de mis paisanos, que temían que perdiese la razón a efectos de una afección cerebral que me atacaba. ¡Mis padecimientos morales eran muchos y prolongados! En mi país fui recibido con distinción por Benavides, gobernador, y por todos mis enemigos políticos. Conservamos largo tiempo una amistad que no turbaba mi severidad de principios, que nunca oculté y de que hacía alarde.

Los primeros dos años me ocupé, en cuanto a cosas públicas, ayudado de otros amigos, en formar reuniones de teatro, máscaras, etc. Don Domingo Godoy dirá si no era ese hombre despreciable el que dirigía y realizaba todas estas cosas, venciendo todo género de dificultades y teniendo en continuo movimiento a la sociedad. Recordaré un dicho muy espiritual de un músico. Pasaba por el cuartel un pariente mío y lo detuvo para hacerle esta pregunta: "¿Dígame, señor, estamos mañana a las órdenes de don Domingo Sarmiento? -¿Qué es eso? -Es, señor, que hace dos meses que a cada rato viene la orden del gobierno, la música estará mañana a las órdenes de don Domingo Sarmiento". Cuando la revolución empezó a organizarse, los jóvenes patriotas nos dejamos de máscaras y de teatro, y empezamos a prepararnos para la lucha que iba a trabarse. Yo fundé por ese entonces un colegio de señoras, que sostuve contra todas las resistencias que las preocupaciones y el orgullo de las familias oponían; fui nombrado por el gobierno director de la imprenta del Estado, y fundé, acompañado de otros amigos, un periódico a mi manera; y sin hablar jamás de la política, a los seis números tuvo el gobierno que hacerlo callar y ponerme en la cárcel, porque vio que el gobierno de la provincia se le escapaba de las manos, y la autoridad pasaba a las de los redactores del Zonda , por la influencia sobre la opinión pública.

Más tarde sobrevinieron ya los peligros. Nuestra vida estaba amenazada, y se tomó la resolución de emigrar. Yo decidí a dar este paso al doctor Aberastain, que por patriotismo vacilaba. Cuando él me preguntó: "¿Y usted? -¿Yo?, ¡yo me quedo! -¿Y por qué? -Por que no quiero darles a mis enemigos la satisfacción de ver destruido, por mi ausencia, el colegio que tantos esfuerzos nos cuesta; que destruyan ellos; y porque ustedes necesitan tener en San Juan un corresponsal que tenga valor de correr todos los riesgos, y no hay otro que pueda hacerlo como yo'". Perdóneme el público que recuerde este hecho que me envanece. Aberastain está en Copiapó. Yo fui el único unitario, y el más comprometido, que quedó en San Juan a hacer frente a la tormenta que no tardó en descargar.

Recibía chasques del campamento de Brizuela, enemigo del gobierno de San Juan, trabajaba públicamente contra su política, le creaba resistencias, le alejaba el apoyo de sus mismos amigos, y de palabra y por escrito trataba de hacer cambiar de rumbo al mismo gobernador. Un día estuvo en un pelo que no reuniese a la Junta de representantes y al pueblo. En este estado de cosas recibí avisos de que había en el gobierno el proyecto de dar un golpe que aterrase a sus enemigos, y de que la víctima destinada al sacrificio era yo.

Mis amigos se interesaban en que me ocultase, pero no quise hacerlo. El gobernador me mandó llamar con un edecán y tuve la audacia de asistir, no obstante que sabía que era para apoderarse de mi persona. A los diez días las tropas se propusieron dar el golpe premeditado. Formaron en la plaza en cuadro, en número de 1.000 hombres de todas armas, y luego los oficiales, con las espadas desnudas, se dirigieron a la prisión pidiendo a grandes voces mi cabeza. Sabía que el gobierno no quería participar de la responsabilidad del crimen intentado por la exaltación de los militares, y me propuse comprometerlo ganando tiempo.
Salí al balcón de la cárcel, y resistiendo a las órdenes de bajar que me daban aquellos furibundos, sufriendo sin pestañear los golpes y sablazos del oficial de guardia, gané algunos minutos hasta que me convencí de que, los avisos de lo que sucedía en la plaza, habrían llegado al gobierno, y no bajé sino cuando diez oficiales subieron arriba e hicieron imposible toda resistencia. Cuando llegué abajo, me aguardaba una mitad de tiradores encargados de mi ejecución; tuve suficiente presencia de ánimo para burlarme de todos, ganar todavía tiempo, escaparme de entre las bayonetas y lanzas, hacer al fin llegar la suspirada orden del gobierno, y salvar la vida.

Don Domingo S. Godoy sabe lo demás como erudito en vidas ajenas. ¡Este es el hombre despreciado de San Juan! ¡Este es el hombre oscuro! Al día siguiente de este suceso, estaba en marcha para Chile, desterrado, para salvarme del rencor de mis enemigos que a despecho del gobierno habían jurado mi muerte.

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