¨Es la educación primaria la que civiliza y desenvuelve la moral de los pueblos. Son las escuelas la base de la civilización¨.

Domingo Faustino Sarmiento

Jueves 19 Julio, 2018 19:55

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HISTORIA, PERIODISMO Y LITERATURA
FIN DE LA DÉCADA DEL 20 Y COMIENZO DEL 30, SIGLO XX

LA VIDA DE LAS CLASES LABORIOSAS…EN EL MUNDO RIOPLATENSE…

Por Elena Luz González Bazán * especial para Latitud Periódico

6 de diciembre del 2016

El fin de la década del 20 y el inicio de la década del 30 marcó un proceso de caída y ruptura del orden democrático establecido y conseguido por las urnas y el primer golpe de Estado cívico militar en nuestro país.


Hipólito Yrigoyen había asumido su segunda presidencia el 12 de octubre de 1928 y sufrió el golpe de Estado dado por José Félix Uriburu el 6 de septiembre de 1930.
La crisis económica y social era real, palpable… pero es importante rescatar a periodistas y escritores que reflejan con sus textos la realidad vivida…
CAMAS DESDE UN PESO de Enrique González Tuñón y LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO de Roberto Arlt.

JOAQUÍN PENINA

A partir del golpe de Estado, se instrumentó la pena de muerte, los trabajadores anarquistas: Severino Di Giovanni / Paulino Scarfó

SEVERINO DI GIOVANNI


Pedro Icazatti en Mendoza y Joaquín Penina en Rosario son fusilados.
Se instruyen juicios militares, en el caso del defensor oficial militar, teniente Franco que se encarga de la defensa de Severino Di Giovanni fue arrestado y dado de baja del ejército por su postura de defender a los anarquistas y poner en duda la justicia militar.
Joaquín Penina es asesinado el 9 de septiembre de 1930
En Rosario, provincia de Santa Fe, se fusila al albañil reconocido anarquista, muere gritando VIVA LA ANARQUÍA.

FUSILAMIENTO DE PEDRO ICAZZATTI


Entregamos los dos textos de los periodistas y escritores mencionados.

CAMAS DESDE UN PESO

Por Enrique González Tuñón (1932)

Me río de la bondad del mundo y de la justicia de los hombres. Ahí tiene a la Nucha. Hace algunos años le permitían que vendiera drogas a todos los viciosos de Buenos Aires. Ahora la persiguen, la encarcelan y le niegan las dosis de morfina que necesita para seguir muriendo lentamente. Antes era amante del comisario, del subcomisario, del inspector y del auxiliar. Ahora la pobre es un desecho.
Eran las tres de la mañana. La lluvia descendía melancólicamente sobre la ciudad. Caminábamos juntos, con las ropas mojadas, los zapatos encharcados, la cara y las manos húmedas, cada uno con su pensamiento abriendo a la honda pena humana el refugio cálido del alma.
Me pregunté desesperado:
-¿Por qué habrá muerto mi madre?
Recordé su voz en la negra soledad.
-Hijo, hijo, hijo mío... Yo te protegeré siempre. Jamás te faltará el calor del hogar.
El mundo es un desierto. Soy un hombrecillo anónimo, un dolor anónimo en la inconmensurable superficie de la tierra. Quisiera llamar a mi madre para que me diera su caricia y levanto al cielo la mirada. ¿En cuál estrella se habrá asomado para proteger mis pasos?
Indalecio me toma del brazo y me dice:
-Tristeza, tristeza, tristeza, amigo Mio.
No tengo un cobre. No tengo a quién pedir un cobre. He agotado todos los recursos. Desde hace ocho días me alimento con café con leche recalentada.
He digerido ya mi honestidad. Pienso que después de todo soy un hombre liberado; un hombre que arrojó por la ventanilla de su desván de miseria el lastre inútil de la honestidad.
Al fin de cuentas, ¿qué es un hombre honesto? Un fabricante que explota a cientos de obreros, paga impuestos cuando no puede eludirlos con una coima, cumple con las reglamentaciones legales, engorda, cohabita con libreta de registro civil, educa a sus hijos en la misma escuela, come con voluptuosidad animal, ocupa su butaca en el teatro, se deleita con la música empalagosa, eructa y se duerme pacíficamente, es un hombre honesto.
El empleado que acepta su situación de súbito, escala puestos, es el perfecto alcahuete del amo, vende a sus compañeros por mucho menos de treinta dineros, obedece al horario, goza su licencia, fabrica hijos y se pavonea con la mujer preñada, es un hombre honesto y, además, un hombre que mira por su porvenir.
El funcionario que usufructúa una posición holgada conquistada horizontalmente por su cónyuge; el canalla político que alienta encomiásticas aspiraciones de inmortalidad, son señores honestos.
Estoy harto de la honestidad. Harto de las personas honestas. Asqueado de la mediocridad con dos patas. El abdomen burgués me produce asco.
Me indigna la injuria de esa bestia que se nutre junto a la vidriera del restaurante abofeteando a la miseria que pasa. La imparcialidad me revienta e igual me acontece con la vida normal. ¿Qué es la vida normal? Vivir sin una aspiración, vegetar pasivamente. No tener jamás un sueño luminoso ni alumbrar la oscura existencia con un rayo de locura.
¿Para qué quiero cien años de vida normal? La rabia se transforma en lástima y compadezco a esas pobres criaturas normales que quedan bien con todo el mundo. Con la ley y con Dios. Para obtener su asiento en el Paraíso les basta con la señal de la cruz, bajo las abrigadas cobijas, en compadecer a los desdichados que se mueren de frío en los umbrales inhóspitos.
No tengo un cobre. No tengo honestidad. La he regalado al mundo. Venga en buena hora la locura, la ardiente locura de un sueño que será mi eternidad. Comprendo al individuo estrafalario que vivaba a los faroles encaramado en un poste telegráfico, pues de cada farol un día no lejano será necesario colgar un canalla.
He llegado al hotel. En la puerta recortan se las figuras de los facinerosos. Al acercarme me observan con minuciosidad de policías y en el instante de transponer el umbral uno de ellos musita:
-Parece un chorro.
Voy subiendo la escalera del hotel y el edificio me pesa sobre el alma. Por primera vez cuento peldaños. Son sesenta y cada uno se empina en mi orfandad. En el "hall" descubro a un amigo de otros tiempos y siento que me mortificaría si supiera que todas las noches duermo allí, porque me humillaría con sonreír compasivo. Y en el momento en que me decido a explicarle
que he perdido el tren -un tren cualquiera que pudiera llevarme a un hogar- el hombre del hall descubre mi intención y no me da tiempo a mentir. Con sorna, seguro de que me está haciendo daño, deja caer estas palabras:
-Amigo, hoy no hay cama para usted. Ni de un peso, ni de un peso cincuenta.


LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO

Por Roberto Arlt

La persona que tenga la saludable costumbre de levantarse tempra¬no, y salir en tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observa¬do el siguiente fenómeno:
Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la cortina metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La muchedumbre es variada en aspecto. Hay peque¬ños y grandes, sanos y lisiados. Todos tienen un diario en la mano y con¬versan animadamente entre sí.
Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un crimen trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes curiosos que hacen cola frente a la cortina metáli¬ca, mas a poco de reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está consti¬tuido por gente que busca empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es observador y se detiene en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.
Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos indivi¬duos que tienen el aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónica¬mente miran a todos los que les rodean, y contestando rabiosa y sintéti¬camente a las preguntas que les hacen, se alejan rumiando desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos y pisotones para ver quien entra primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurren adentro y el resto queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de la casa que dice:
--Pueden irse, ya hemos tomado empleado.
Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper los vidrios del comercio. Entonces, para en¬friar los ánimos, por lo general un robusto portero sale con un cubo de agua o armado de una escoba y empieza a dispersar a los amotinados. Esto no es exageración. Ya muchas veces se han hecho denuncias seme¬jantes en las seccionales sobre este procedimiento expeditivo de los patro¬nes que buscan empleados.
Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente "un muchacho de dieciséis años para hacer trabajos de escritorio", y que en vez de presentarse candidatos de esa edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta cojos y jorobados. Y ello es en parte cierto. En Buenos Aires, "el hombre que busca empleo" ha venido a constituir un tipo su¡ generis. Puede decirse que este hombre tiene el empleo de "ser hombre que busca trabajo".
El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que os¬cila entre los dieciocho y veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún oficio. Su única y meritoria aspira¬ción es ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto. El quiere traba¬jar, pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar donde se use cuello; en fin, trabajar "pero entendámonos... decentemente".
Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de empleo, se "ubica". Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora podrá tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón administrativo espera la vejez con la paciencia de una rémora.
Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado a ser tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amis¬tad nos decía:
--Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son inmejorables. Comienza entonces el interrogatorio:
--¿Sabe usted escribir a máquina?
--Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.
--¿Sabe usted taquigrafía?
--Sí, hace diez años.
--¿Sabe usted contabilidad?
--Soy contador público.
--¿Sabe usted inglés?
--Y también francés.
--¿Puede ofrecer una garantía?
--Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.
--¿Cuánto quiere ganar?
--Lo que ustedes acostumbran pagar.
--Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante-- no es nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con antigüedad... y trescientos... trescientos es lo mítico. Y ello se debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento ochenta pesos y trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escri¬bientes de procuradores, procuradores que les pagan doscientos pesos men¬suales, ingenieros que no saben qué cosa hacer con el título, doctores en química que envasan muestras de importantes droguerías. Parece menti¬ra y es cierto.
La interminable lista de "empleados ofrecidos" que se lee por las mañanas en los diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando trabajo, gastan casi capitales en tranvías y es¬tampillas ofreciéndose, y nada... la ciudad está congestionada de emplea¬dos. Y sin embargo, afuera está la llanura, están los campos, pero la gen¬te no quiere salir afuera. Y es claro, termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un gremio, el gremio de los deso¬cupados. Sólo les falta personería jurídica para llegar a constituir una de las tantas sociedades originales y exóticas de las que hablará la historia del futuro.
Aguafuerte Porteña, Diario El Mundo (5-08-1928)

Fotos: Tiempo del Este, Villa Crespo Digital y otros portales.

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