HISTORIA,
PERIODISMO Y LITERATURA
FIN DE LA DÉCADA DEL 20 Y COMIENZO DEL 30, SIGLO XX
LA
VIDA DE LAS CLASES LABORIOSAS…EN EL MUNDO RIOPLATENSE…
Por Elena
Luz González Bazán * especial para Latitud Periódico
6 de diciembre
del 2016
El
fin de la década del 20 y el inicio de la década
del 30 marcó un proceso de caída y ruptura del
orden democrático establecido y conseguido por las urnas
y el primer golpe de Estado cívico militar en nuestro
país.
Hipólito Yrigoyen había asumido su segunda presidencia
el 12 de octubre de 1928 y sufrió el golpe de Estado
dado por José Félix Uriburu el 6 de septiembre
de 1930.
La crisis económica y social era real, palpable…
pero es importante rescatar a periodistas y escritores que reflejan
con sus textos la realidad vivida…
CAMAS DESDE UN PESO de Enrique González Tuñón
y LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO de Roberto Arlt.
JOAQUÍN
PENINA
A
partir del golpe de Estado, se instrumentó la pena de
muerte, los trabajadores anarquistas: Severino Di Giovanni /
Paulino Scarfó
SEVERINO
DI GIOVANNI
Pedro Icazatti en Mendoza y Joaquín Penina en Rosario
son fusilados.
Se instruyen juicios militares, en el caso del defensor oficial
militar, teniente Franco que se encarga de la defensa de Severino
Di Giovanni fue arrestado y dado de baja del ejército
por su postura de defender a los anarquistas y poner en duda
la justicia militar.
Joaquín Penina es asesinado el 9 de septiembre de 1930
En Rosario, provincia de Santa Fe, se fusila al albañil
reconocido anarquista, muere gritando VIVA LA ANARQUÍA.
FUSILAMIENTO
DE PEDRO ICAZZATTI
Entregamos los dos textos de los periodistas y escritores mencionados.
CAMAS
DESDE UN PESO
Por
Enrique González Tuñón (1932)
|
Me río
de la bondad del mundo y de la justicia de los hombres. Ahí
tiene a la Nucha. Hace algunos años le permitían
que vendiera drogas a todos los viciosos de Buenos Aires. Ahora
la persiguen, la encarcelan y le niegan las dosis de morfina
que necesita para seguir muriendo lentamente. Antes era amante
del comisario, del subcomisario, del inspector y del auxiliar.
Ahora la pobre es un desecho.
Eran las tres de la mañana. La lluvia descendía
melancólicamente sobre la ciudad. Caminábamos
juntos, con las ropas mojadas, los zapatos encharcados, la cara
y las manos húmedas, cada uno con su pensamiento abriendo
a la honda pena humana el refugio cálido del alma.
Me pregunté desesperado:
-¿Por qué habrá muerto mi madre?
Recordé su voz en la negra soledad.
-Hijo, hijo, hijo mío... Yo te protegeré siempre.
Jamás te faltará el calor del hogar.
El mundo es un desierto. Soy un hombrecillo anónimo,
un dolor anónimo en la inconmensurable superficie de
la tierra. Quisiera llamar a mi madre para que me diera su caricia
y levanto al cielo la mirada. ¿En cuál estrella
se habrá asomado para proteger mis pasos?
Indalecio me toma del brazo y me dice:
-Tristeza, tristeza, tristeza, amigo Mio.
No tengo un cobre. No tengo a quién pedir un cobre. He
agotado todos los recursos. Desde hace ocho días me alimento
con café con leche recalentada.
He digerido ya mi honestidad. Pienso que después de todo
soy un hombre liberado; un hombre que arrojó por la ventanilla
de su desván de miseria el lastre inútil de la
honestidad.
Al fin de cuentas, ¿qué es un hombre honesto?
Un fabricante que explota a cientos de obreros, paga impuestos
cuando no puede eludirlos con una coima, cumple con las reglamentaciones
legales, engorda, cohabita con libreta de registro civil, educa
a sus hijos en la misma escuela, come con voluptuosidad animal,
ocupa su butaca en el teatro, se deleita con la música
empalagosa, eructa y se duerme pacíficamente, es un hombre
honesto.
El empleado que acepta su situación de súbito,
escala puestos, es el perfecto alcahuete del amo, vende a sus
compañeros por mucho menos de treinta dineros, obedece
al horario, goza su licencia, fabrica hijos y se pavonea con
la mujer preñada, es un hombre honesto y, además,
un hombre que mira por su porvenir.
El funcionario que usufructúa una posición holgada
conquistada horizontalmente por su cónyuge; el canalla
político que alienta encomiásticas aspiraciones
de inmortalidad, son señores honestos.
Estoy harto de la honestidad. Harto de las personas honestas.
Asqueado de la mediocridad con dos patas. El abdomen burgués
me produce asco.
Me indigna la injuria de esa bestia que se nutre junto a la
vidriera del restaurante abofeteando a la miseria que pasa.
La imparcialidad me revienta e igual me acontece con la vida
normal. ¿Qué es la vida normal? Vivir sin una
aspiración, vegetar pasivamente. No tener jamás
un sueño luminoso ni alumbrar la oscura existencia con
un rayo de locura.
¿Para qué quiero cien años de vida normal?
La rabia se transforma en lástima y compadezco a esas
pobres criaturas normales que quedan bien con todo el mundo.
Con la ley y con Dios. Para obtener su asiento en el Paraíso
les basta con la señal de la cruz, bajo las abrigadas
cobijas, en compadecer a los desdichados que se mueren de frío
en los umbrales inhóspitos.
No tengo un cobre. No tengo honestidad. La he regalado al mundo.
Venga en buena hora la locura, la ardiente locura de un sueño
que será mi eternidad. Comprendo al individuo estrafalario
que vivaba a los faroles encaramado en un poste telegráfico,
pues de cada farol un día no lejano será necesario
colgar un canalla.
He llegado al hotel. En la puerta recortan se las figuras de
los facinerosos. Al acercarme me observan con minuciosidad de
policías y en el instante de transponer el umbral uno
de ellos musita:
-Parece un chorro.
Voy subiendo la escalera del hotel y el edificio me pesa sobre
el alma. Por primera vez cuento peldaños. Son sesenta
y cada uno se empina en mi orfandad. En el "hall"
descubro a un amigo de otros tiempos y siento que me mortificaría
si supiera que todas las noches duermo allí, porque me
humillaría con sonreír compasivo. Y en el momento
en que me decido a explicarle
que he perdido el tren -un tren cualquiera que pudiera llevarme
a un hogar- el hombre del hall descubre mi intención
y no me da tiempo a mentir. Con sorna, seguro de que me está
haciendo daño, deja caer estas palabras:
-Amigo, hoy no hay cama para usted. Ni de un peso, ni de un
peso cincuenta.
LA
TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO
Por
Roberto Arlt
|
La
persona que tenga la saludable costumbre de levantarse tempra¬no,
y salir en tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá
a veces observa¬do el siguiente fenómeno:
Una puerta de casa comercial con la cortina metálica
medio corrida. Frente a la cortina metálica, y ocupando
la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La muchedumbre
es variada en aspecto. Hay peque–os y grandes, sanos
y lisiados. Todos tienen un diario en la mano y con¬versan
animadamente entre sí.
Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que
allí ha ocurrido un crimen trascendental, y siente tentaciones
de ir a engrosar el número de aparentes curiosos que
hacen cola frente a la cortina metáli¬ca, mas a poco
de reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está consti¬tuido
por gente que busca empleo, y que ha acudido al llamado de un
aviso. Y si es observador y se detiene en la esquina podrá
apreciar este conmovedor espectáculo.
Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos
indivi¬duos que tienen el aspecto de haber sufrido una decepción,
pues irónica¬mente miran a todos los que les rodean,
y contestando rabiosa y sintéti¬camente a las preguntas
que les hacen, se alejan rumiando desconsuelo. Esto no hace
desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un
aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica,
y a darse de puñetazos y pisotones para ver quien entra
primero. De pronto el más ágil o el más
fuerte se escurren adentro y el resto queda mirando la cortina,
hasta que aparece en escena un viejo empleado de la casa que
dice:
--Pueden irse, ya hemos tomado empleado.
Esta incitación no convence a los presentes, que estirando
el cogote sobre el hombro de su compañero comienzan a
desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper los vidrios
del comercio. Entonces, para en¬friar los ánimos,
por lo general un robusto portero sale con un cubo de agua o
armado de una escoba y empieza a dispersar a los amotinados.
Esto no es exageración. Ya muchas veces se han hecho
denuncias seme¬jantes en las seccionales sobre este procedimiento
expeditivo de los patro¬nes que buscan empleados.
Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente
"un muchacho de dieciséis años para hacer
trabajos de escritorio", y que en vez de presentarse candidatos
de esa edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta
cojos y jorobados. Y ello es en parte cierto. En Buenos Aires,
"el hombre que busca empleo" ha venido a constituir
un tipo su¡ generis. Puede decirse que este hombre tiene
el empleo de "ser hombre que busca trabajo".
El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que
os¬cila entre los dieciocho y veinticuatro años.
No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún
oficio. Su única y meritoria aspira¬ción es
ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto. El quiere traba¬jar,
pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar
donde se use cuello; en fin, trabajar "pero entendámonos...
decentemente".
Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega,
él, el profesional de la busca de empleo, se "ubica".
Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa.
Ahora podrá tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese
día, calafateado en su rincón administrativo espera
la vejez con la paciencia de una rémora.
Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas
comerciales. La oferta ha llegado a ser tan extraordinaria,
que un comerciante de nuestra amis¬tad nos decía:
--Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados.
Son inmejorables. Comienza entonces el interrogatorio:
--¿Sabe usted escribir a máquina?
--Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.
--¿Sabe usted taquigrafía?
--Sí, hace diez años.
--¿Sabe usted contabilidad?
--Soy contador público.
--¿Sabe usted inglés?
--Y también francés.
--¿Puede ofrecer una garantía?
--Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.
--¿Cuánto quiere ganar?
--Lo que ustedes acostumbran pagar.
--Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía
el aludido comerciante-- no es nunca superior a ciento cincuenta
pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con antigüedad...
y trescientos... trescientos es lo mítico. Y ello se
debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento
ochenta pesos y trabajan ocho horas diarias, hay abogados que
son escri¬bientes de procuradores, procuradores que les
pagan doscientos pesos men¬suales, ingenieros que no saben
qué cosa hacer con el título, doctores en química
que envasan muestras de importantes droguerías. Parece
menti¬ra y es cierto.
La interminable lista de "empleados ofrecidos" que
se lee por las mañanas en los diarios es la mejor prueba
de la trágica situación por la que pasan millares
y millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas
los años buscando trabajo, gastan casi capitales en tranvías
y es¬tampillas ofreciéndose, y nada... la ciudad
está congestionada de emplea¬dos. Y sin embargo,
afuera está la llanura, están los campos, pero
la gen¬te no quiere salir afuera. Y es claro, termina tanto
por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir
un gremio, el gremio de los deso¬cupados. Sólo les
falta personería jurídica para llegar a constituir
una de las tantas sociedades originales y exóticas de
las que hablará la historia del futuro.
Aguafuerte Porteña, Diario El Mundo (5-08-1928)
Fotos:
Tiempo del Este, Villa Crespo Digital y otros portales.
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