DESVENTURAS
EN EL PAÍS JARDÍN DE INFANTES
MARÍA
ELENA WALSH
Producción
Periodística de Latitud Periódico
22
de julio del 2016
El
16 de agosto de 1979, la escritora decidió publicar este
trabajo que luego sería un libro... pleno tiempo dictatorial
levantó su voz.
Fue
publicada en el suplemento cultural del diario Clarín.
Este
es el texto completo de aquella largo y profundo trabajo...
Si
alguien quisiera recitar el clásico "Como amado
en el amante / uno en otro residía..." por los medios
de difusión del País-Jardín, el celador
de turno se lo prohibiría, espantado de la palabra amante,
mucho más en tan ambiguo sentido.
Imposible alegar que esos versos los escribió el insospechable
San Juan de la Cruz y se refieren a Personas de la Santísima
Trinidad. Primero, porque el celador no suele tener cara (ni
ceca). Segundo, porque el celador no repara en contextos ni
significados. Tercero, porque veta palabras a la bartola, conceptos
al tuntún y autores porque están en capilla.
Atenuante: como el celador suele ser flexible con el material
importado, quizás dejara pasar "por esa única
vez" los sublimes versos porque son de un poeta español.
Agravante: en ese caso los vetaría sólo por ser
poesía, cosa muy tranquilizadora.
El celador, a quien en adelante llamaremos censor para abreviar,
suele mantenerse en el anonimato, salvo un famoso calificador
de cine jubilado que alcanzó envidiable grado de notoriedad
y adhesión popular.
El censor no exhibe documentos ni obras como exhibimos todos
a cada paso. Suele ignorarse su currículum y en que necrópolis
se doctoró. Sólo sabemos, por tradición
oral, que fue capaz de incinerar La historia del cubismo o las
Memorias de (Groucho) Marx. Que su cultura puede ser ancha y
ajena como para recordar que Stendhal escribió dos novelas:
El rojo y El negro, y que ambas son sospechosas es dato folklórico
y nos resultaría temerario atribuírselo.
Tampoco sabemos, salvo excepciones, si trabaja a sueldo, por
vocación, porque la vida lo engañó o por
mandato de Satanás.
Lo que sí sabemos es que existe desde que tenemos uso
de razón y ganas de usarla, y que de un modo u otro sobrevive
a todos los gobiernos y renace siempre de sus cenizas, como
el Gato Félix. Y que fueron ¡ay! efímeros
los períodos en que se mantuvo entre paréntesis.
La mayoría de los autores somos moralistas. Queremos
—debemos— denunciar para sanear, informar para corregir,
saber para transmitir, analizar para optar. Y decirlo todo con
nuestras palabras, que son las del diccionario. Y con nuestras
ideas, que son por lo menos las del siglo XX y no las de Khomeini.
El productor-consumidor de cultura necesita saber qué
pasa en el mundo, pero sólo accede a libros extranjeros
preseleccionados, a un cine mutilado, a noticias veladas, a
dramatizaciones mojigatas. Se suscribe entonces a revistas europeas
(no son pornográficas pero quién va a probarlo:
¿no son obscenas las láminas de anatomía?)
que significativamente el correo no distribuye.
Un autor tiene derecho a comunicarse por los medios de difusión,
pero antes de ser convocado se lo busca en una lista como las
que consultan las Aduanas, con delincuentes o "desaconsejables".
Si tiene la suerte de no figurar entre los réprobos hablará
ante un micrófono tan rodeado de testigos temerosos que
se sentirá como una nena lumpen a la mesa de Martínez
de Hoz: todos la vigilan para que no se vuelque encima la sémola
ni pronuncie palabrotas. Y el oyente no sabe por qué
su autor preferido tartamudea, vacila y vierte al fin conceptos
de sémola chirle y sosa.
Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo
que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque
alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos
decrépitos y sin saber ya qué decir. Habremos
olvidado el cómo, el dónde y el cuándo
y nos sentaremos en una plaza como la pareja de viejitos del
dibujo de Quino que se preguntaban: "¿Nosotros qué
éramos...?"
El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más
lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes
fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril,
lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por
agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural
en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas,
presunciones y anatemas. Es, en definitiva, un estafador de
energías, un ladrón de nuestro derecho a la imaginación,
que debería ser constitucional.
La autora firmante cree haber defendido siempre principios éticos
y/o patrióticos en todos los medios en que incursionó.
Creyó y cree en la protección de la infancia y
por lo tanto en el robustecimiento del núcleo familiar.
Pero la autora también y gracias a Dios no es ciega,
aunque quieran vendarle los ojos a trompadas, y mira a su alrededor.
Mira con amor la realidad de su país, por fea y sucia
que parezca a veces, así como una madre ama a su crío
con sus llantos, sus sonrisas y su caca (¿se podrá
publicar esta palabra?). Y ve multitud de familias ilegalmente
desarticuladas porque el divorcio no existe porque no se lo
nombra, y viceversa. Ve también a mucha gente que se
ama —o se mata y esclaviza, pero eso no importa al censor—
fuera de vínculos legales o divinos.
Pero suele estarle vedado referirse a lo que ve sin idealizarlo.
Si incursiona en la TV —da lo mismo que sea como espectador,
autor o "invitado"— hablará del prêt-à-porter,
la nostalgia, el cultivo de begonias. Contemplará a ejemplares
enamorados que leen Anteojito en lugar de besarse. Asistirá
a debates sobre temas urticantes como el tratamiento del pie
de atleta, etcétera.
El público ha respondido a este escamoteo apagando los
televisores. En este caso, el que calla —o apaga—
no otorga. En otros casos tampoco: el que calla es porque está
muerto, generalmente de miedo.
Cuando ya nos creíamos libres de brujos, nuestra cultura
parece regida por un conjuro mágico no nombrar para que
no exista. A ese orden pertenece la más famosa frase
de los últimos tiempos: "La inflación ha
muerto" (por lo tanto no existe). Como uno la ve muerta
quizás pero cada vez más rozagante, da ganas de
sugerirle cariñosamente a su autor, el doctor Zimmermann,
que se limite a ser bello y callar.
Sí, la firmante se preocupó por la infancia, pero
jamás pensó que iba a vivir en un País-Jardín-de-Infantes.
Menos imaginó que ese país podría llegar
a parecerse peligrosamente a la España de Franco, si
seguimos apañando a sus celadores. Esa triste España
donde había que someter a censura previa las letras de
canciones, como sucede hoy aquí y nadie denuncia; donde
el doblaje de las películas convertía a los amantes
en hermanos, legalizando grotescamente el incesto.
Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la
subversión y procuren mantener la paz social son hechos
unánimemente reconocidos. No sería justo erigirnos
a nuestra vez en censores de una tarea que sabernos intrincada
y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que
a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una
escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia
en cualquier momento y sin saber bien por qué.
Es verdad que no toda censura procede "de arriba"
sino que, insisto, es un antiguo deporte de amanuenses intermedios.
Pero el catonismo oficial favorece —como la humedad a
los hongos— la proliferación de meritorios y culposos.
Unos recortan y otros se achican. Y entre todos embalsamamos
las mustias alas de cóndor de la República.
Nuestra historia —con sus cabezas en picas, sus eternos
enconos y sus viejas o recientes guerras civiles— nos
ha estigmatizado quizás con una propensión latente
represiva-intervecinal que explota al menor estímulo
y transforma la convivencia en un perpetuo intercambio de agravios
y rencores.
No es ejemplo actual sino intemporal, digamos, el del taxista
calvo que "fusilaría a los muchachos de pelo largo".
El del culto librero que una vez, al pedirle un libro feminista,
me reprochó: "Vamos, no va a ponerse a leer esas
cosas..." ("Nena, eso no se toca.") O el del
director de una sala que exigió a un distinguido coreógrafo
que no incluyera "danza demasiado moderna ni con bailarinas
muy desvestidas". ("Nene, eso no se hace.")
Quienes desempeñan la peliaguda misión de gobernarnos,
así como desterraron —y agradecemos— aquellas
metralletas que nos apuntaban por doquier en razón de
bien atendibles medidas de seguridad, deberían aliviar
ya la cuarentena que siguen aplicando sobre la madurez de un
pueblo (¿se acuerdan del Mundial?) con el pretexto de
que la libertad lo sumiría en el libertinaje, la insurrección
armada o el marxismo frenético.
Y si de aplacar la violencia se trata, ¿por
qué no se retacean las series de TV o se sanciona a los
conductores que nos convierten en virtuales víctimas
y asesinos?
Creo necesario aunque obvio advertir que en las democracias
donde la libertad de expresión es absoluta la comunidad
no es más viciosa ni la familia está más
mutilada ni la juventud más corrompida que bajo los regímenes
de exagerado paternalismo. Más bien todo lo contrario.
Delito e irregularidad son desgraciadamente productos de nuestra
época (y de otras) y se dan en casi todos los países
excepto los comunistas. ¿Son ellos nuestro ideal?
Aun la pornografía —que personalmente detesto,
en especial la clandestina y la española— y las
expresiones llamadas de vanguardia, pasado un primer asalto
de curiosidad, son naturalmente relegadas a un gueto: barrios,
salas, círculos. Y allí va a buscarlas el adulto
cuando tiene ganas, así como va a sintonizar debates
sobre temas vigentes durante el horario de protección
al menor.
Se supone que, en cuanto el censor desaparezca, los primeros
en aprovechar del recreo serán los descomedidos de siempre,
que reflotarán una grosera contra-cultura. Pero a la
larga resultarían relegados siempre que una debida promoción
(que hoy tampoco existe) de los honestos los lleve a ocupar
las posiciones más evidentes.
El abuso puede ser controlable mediante una coherente reglamentación,
pero es preferible mil veces correr los riesgos que entraña
la libertad, por lo mucho de positivo que engendra, que asustamos
a priori para ser pobres pero honrados, niños pero atrasados,
que no es lo mismo que puros.
En cambio los tortuosos mecanismos que paralizan preventivamente
la cultura sí contaminan y achatan a toda la familia
social y no sólo le vedan el acceso a las grandes ideas
sino que generan fracaso, reyertas e hipocresía... vicios
poco recomendables para una familia.
En lugar de presentar certificados de buena conducta o temblar
por si figuramos en alguna "lista" creo que deberíamos
confesar gandhianamente: sí, somos veinticinco millones
de sospechosos de querer pensar por nuestra cuenta, asumir la
adultez y actualizamos creativamente, por peligroso que les
parezca a bienintencionados guardianes.
Veinticinco millones, sí, porque los niños por
fortuna no se salvan del pecado. Aunque se han prohibido libros
infantiles, los pequeños monstruos siguen consumiendo
historias con madrastras-harpías, brujas que comen niños,
hombres que asesinan a siete esposas, padres que abandonan a
sus hijos en el bosque, Alicias que viajan bajo tierra sin permiso
de mamá. Entonces ellos, como nosotros, corren el riesgo
de perder ese "sentido de familia" que se nos quiere
inculcar escolarmente... y con interminables avisos de vinos.
Ésta no es una bravuconada, es el anhelo, la súplica
de una ciudadana productora-consumidora de cultura. Es un ruego
a quienes tienen el honor de gobernarnos (y a sus esposas, que
quizás influyan en alguna decisión así
como contribuyen al bienestar público con sus admirables
tareas benéficas): déjennos crecer. Es la primera
condición para preservar la paz, para no fundar otra
vez un futuro de adolescentes dementes o estériles.
Como aquella pobre modista negra llamada Rosa Parks, encarcelada
por haberse negado a cederle el asiento a un pasajero blanco
en un autobús según la obligaba la ley, la autora
declararía a quien la acusara de sediciosa: "No
soy una revolucionaria, es que estaba muy cansada".
Pero Rosa Parks, en un país y una época (reciente)
donde regían tales leyes en materia de "derechos
humanos", era adulta y, ayudada por sus hermanos de raza,
pudo apelar a otro ámbito de la justicia para derrotar
a la larga la opresión y contribuir a desenmascarar al
Ku Klux Klan.
Nosotros, pobres niños, a qué justicia apelaremos
para desenmascarar a nuestros encapuchados y fascistas espontáneos,
para desbaratar listas que vienen de arriba, de abajo y del
medio, para derogar fantasmales reglamentos dictados quizás
por ignorancia o exceso de celo de sacristanes más papistas
que el Papa.
Sólo podemos expresar nuestra impotencia, nuestra santa
furia, como los chicos: pataleando y llorando sin que nadie
nos haga caso.
La autora "está muy cansada", no por los recortes
que haya sufrido porque volverán a crecerle como el pelo
y porque de ellos la compensa el infinito privilegio de integrar
la honorable familia de sus compatriotas, sino por compartir
el peso de la frustración generalizada. Porque es célula
de todo un organismo social y no aislada partícula. Porque
más que la imagen del país en el exterior le importa
y duele el cuerpo de ese país por dentro.
Y porque no es una revolucionaria pero está muy cansada,
no se exilia sino que se va a llorar sentada en el cordón
de la vereda, con un único consuelo: el de los zonzos.
Está rodeada de compañeritos de impecable delantal
y conducta sobresaliente (salvo una que otra travesura). De
coeficiente aceptable, pero persuadidos a conducirse como retardados
y, pese a su corta edad, munidos de anticonceptivos mentales.
Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de
borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta
formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar
de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigadora
tierra.
FUENTE:
diario Clarín.
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