EL
NACIONAL BUENOS AIRES Y JUVENILIA
PARTE II
Por
Elena Luz González Bazán especial para Latitud
Periódico
20
de diciembre del 2013
JUVENILIA
de Miguel Cané es una de las novelas clásicas
de la literatura nacional, esencialmente porque describe la
vida en el anterior Colegio Nacional y hoy Nacional Buenos Aires,
dependiente de la UBA.
EL DESPERTAR Y LA COMIDA
El
despertar era mediante la campana que tocaba el portero a las
cinco de la mañana en verano y a las seis en invierno,
y aunque muchas veces se subieron a la parra y a la reja y le
cortaron la cuerda, eso no impidió que los despertaran
a esa hora, por dos razones: estaban muy cerca del Cabildo y
además porque el portero tenía un reloj que funcionaba
bien, entonces entraba con una campana de mano que hacía
sonar en el oído de sus enemigos, entre los que estaba
Cané.-
Luego de despertarse, se formaban en fila en el claustro largo
y glacial (helado) y se rezaba un padrenuestro y después
iban a lavarse. El portero los despertaba y el celador los hacía
formar.
En
su libro se puede leer:
¡Cuántas conspiraciones,
cuántas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza
hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros
ojos en el portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella
cuerda tenía más nudos que la que en el gimnasio
empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos
a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos,
junto al badajo, encaramándonos hasta la campana, con
ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe.
Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en la
mañana antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos
la campana de mano, áspera, estridente, manejada con
violencia por el brazo irritado del portero, eterno préposé
a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos
los dormitorios, y sacudiendo su infernal instrumento en los
oídos de sus enemigos personales, entre los cuales tenía
el honor de contarme.
Atrasar el reloj era inútil por dos razones tristemente
conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba
a nuestra influencia; la segunda, el tachómetro de plata
del portero, que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada.
Algunas noches de invierno, la desesperación nos volvía
feroces, y el ilustre cerbero amanecía no solo maniatado,
sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para respirar
a través de un aparato, rigurosamente aplicado sobre
la boca, y cuya construcción, bajo el nombre de Pera
de angustia, nos había enseñado Alejandro Dumas
en sus Veinte años después, al narrar la evasión
del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero,
todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme,
descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si
bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada,
vi una carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del
eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las
cuatro puntas; dentro dormía un niño. Fue para
mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara
de Galileo, la marmita de Papín, la rana de Volta, la
tabla de Rosette de Champollion, la hoja enroscada de Calímaco.
El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el
más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas
tucumanas que sofocan sin abrigar; la amarré debajo de
mi cama, de las cuatro puntas, y cubriendo el artificio con
los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana.
Así que sonó la campana, me sumergí en
la profundidad, y allí, acurrucado, inmóvil e
incómodo, desafié impunemente la visita del celador
que, viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me
preguntaréis quizá qué beneficio positivo
reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme.
Respondo con lástima que el que tal pregunta hiciera,
ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos
y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención.
Mi invención cundió rápidamente, y al quinto
día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías.
El celador entró: vio el cuadro, quedó inmóvil,
llevó un dedo a la sien, y después de cinco minutos
de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó
la colcha y sonrió con ferocidad.
¡Era la mía!
En
la tercera parte: LA COMIDA
Producción
compartida con Haydeé Dessal.
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