EL
NACIONAL BUENOS AIRES Y JUVENILIA
PARTE I
Por
Elena Luz González Bazán especial para Latitud
Periódico
19
de diciembre del 2013
JUVENILIA
de Miguel Cané es una de las novelas clásicas
de la literatura nacional, esencialmente porque describe la
vida en el anterior Colegio Nacional y hoy Nacional Buenos Aires,
dependiente de la UBA.
En
el Colegio Nacional, ubicado en aquel tiempo en la Manzana de
las Luces había alumnos pupilos. La recreación
de aquellos tiempos lo hace Cané de la siguiente forma:
Para
ingresar como pupilo o pensionado era preciso tener autorización
del virrey; saber leer y escribir; contar por lo menos diez
años de edad; ser hijo legítimo, y "cristiano
viejo y limpio de toda mácula y raza de moros y judíos".
Existían... varias becas, para hijos de "pobres
honrados" y de militares. La disciplina interna era rígida,
y según las constituciones, estaban prohibidos una serie
de actos, como fumar, jugar a los naipes, dardos, ni juegos
de pies o manos, andarse tirando de la ropa, comer en los cuartos,
leer libros contrarios a la religión, el estado y las
buenas costumbres, etc.
EN
CUANTO A LAS SALIDAS
Las
salidas, visitas y feriados eran muy reducidos, y generalmente
cumplían en días fijos, con gran protocolo y solemnidad;
el día del cumpleaños del soberano, por ejemplo,
correspondía acudir a saludar al virrey. Las prácticas
religiosas ocupaban un lugar preponderante: se oía misa
antes de entrar a clase, los alumnos confesaban y comulgaban
una vez por mes, más los días de precepto, y el
domingo hacían ejercicios espirituales. El reglamento
preveía severos castigos, incluyendo el cepo, grillos
y azotes. Su primer rector fue el padre Juan Romero desde 1608
hasta 1612.
MIGUEL
CANÉ EN EL ANTERIOR COLEGIO SAN IGNACIO
Cané
tuvo que entrar en el Colegio Nacional tres meses después
de la muerte del padre, más precisamente cuando terminaron
los funerales. Pidió entrar antes porque no soportaba
la tristeza y el llanto permanente de su madre. Los primeros
tiempos fueron duros para Cané, porque le pesaba el encierro,
tanto que llama al Colegio como “prisión”
y añoraba sus días de libertad, de despertarse
más tarde, la comida de su casa. Cuenta que estaba muy
triste y le rogaba a la madre que lo sacara, pero ella solo
lo miraba llorando. Entre 1863 y 1868 cursó su bachillerato
en el Colegio Nacional.
Así
está en su libro:
I
Debía
entrar en el Colegio Nacional tres meses después de la
muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo
constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron
desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan
pronto como se celebraran las funerales.
El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario,
con una nueva organización de estudios, en la que el
doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción
Pública, bajo la presidencia del general Mitre, había
tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento,
que quedaba bajo la dirección del doctor Agüero,
se resentía aún de las trabas de la enseñanza
escolástica, y sólo fue más tarde, cuando
M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento
y el espíritu liberal que habían concebido el
Congreso y el Poder Ejecutivo.
Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros
días pasados entre los obscuros y helados claustros del
antiguo convento. No conocía a nadie, y notaba en mis
compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión,
el sordo antagonismo contra el nuevo , la observación
constante de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse
contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros,
por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas
más o menos pesadas, pero que en los seculares colegios
de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas,
a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría
encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte, si hubiera
conocido entonces el Tom Jones , de Fielding.
Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar
a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre,
mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de
la mañana.
Durante los cinco años que pasé en esa prisión,
aun después de haber hecho allí mi nido y haberme
connaturalizado con la monotonía de aquella vida, sólo
dos puntos negros persistieron para mí: el despertar
y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno,
infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana
empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de
frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para
ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí
rezábamos un Padre Nuestro para pasar en seguida al claustro
de los lavatorios.
Lo
que no pudo soportar: el despertar y la comida…
Se
despertaban con la campana que tocaba el portero a las cinco
de la mañana en el verano y a las seis en invierno…
Producción
compartida con Haydeé Dessal.
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